El 2019 arrancó con algunas buenas novedades en el escenario de los agronegocios. Por un lado, se confirma una generosa cosecha de cultivos de invierno (trigo y cebada, acompañados de la colza), con precios razonables que permitirán tapar muchos agujeros y hacer algún margen; por otro lado, los precios internacionales de los lácteos parecen salir del duro bajón del año pasado, mejorando el talante de un sector que atraviesa dificultades; y, tal vez lo más importante, Japón abrió su mercado para la carne uruguaya, un avance valiosísimo para la producción ganadera, cuyo impacto positivo no será inmediato, pero lucirá a mediano y largo plazo.
Nicolás Lussich
Así, el clima, algunos mercados y los reconocidos avances sanitarios del Uruguay, han aportado una interesante dosis de optimismo para el campo. Desde la economía se agrega un dato positivo: el dólar subió 14% en el último año, mientras la inflación baja levemente al 7,4%. Esto quiere decir que los dólares rinden un 6% más en términos reales, lo que beneficia al campo. La competitividad por precio (de eso se trata cuando sube el dólar sobre la inflación) está deteriorada en Uruguay y es bueno que se corrija, aunque solo es una corrección moderada. La inflación bajó porque varias tarifas ajustaron igual o por debajo del IPC (los combustibles se mantuvieron), pero es posible, además, que se esté reflejando la menor dinámica económica.
Precisamente la situación macroeconómica del país no es buena: en el año 2018 el Estado cerró con el mayor déficit fiscal en varias décadas: 4% del PBI, superior incluso al del año 2002, plena crisis económica y financiera. Esto obliga a seguir aumentando el endeudamiento estatal, con el riesgo de caer en un círculo vicioso: endeudamiento, más intereses, más deuda.
Contrariamente a lo que sucedió en la mencionada crisis, cuando la economía cayó y con ella se derrumbaron los ingresos del Estado, en la situación actual los ingresos se han sostenido e incluso subieron por sucesivos aumentos de impuestos y mayor recaudación a través de las Empresas Estatales (notoriamente UTE). Pero el aumento en el gasto es mayor aún, y el déficit crece. Ese aumento en la carga tributaria se percibe, directa o indirectamente, en los campos, al aumentar las tarifas y los costos, más allá de medidas de mitigación que el gobierno ha impulsado, en especial para los productores más chicos.
Y la situación es delicada, porque dicho aumento de los ingresos está alcanzando un límite y, presumiblemente, puede revertirse. De hecho, la recaudación de la DGI cayó en términos interanuales en los últimos meses de 2018 y este año 2019 las proyecciones no son las mejores, por la sencilla razón de que la economía está débil: se estima un crecimiento inferior a 2% y eso ya luce optimista. La temporada turística es floja (lo que era en parte esperable por la crisis argentina) y el consumo local muestra algunos síntomas de estancamiento. La mejora en las cosechas agrícolas impulsará la actividad, pero es difícil que llegue a compensar lo anterior. Así, los ingresos del Estado -con suerte- podrían mantenerse, mientras los gastos seguirán subiendo inercialmente: salarios y jubilaciones que ajustan al alza (por IPC o IMS), junto con otras transferencias. El gobierno ha intentado contener algunos rubros del gasto, pero ponderan poco en el total. También, es el último año de la administración y -por interés político y/o porque efectivamente hay cosas para culminar de ejecutar- el gasto difícilmente baje. La calificadora Fitch -según informó esta semana EL PAÍS- proyecta que el déficit podría irse al 4,5% del PBI este año.
Por su parte, el mercado de trabajo cerró 2018 con un desempleo en aumento (alcanzó el 8,3% promedio) por la caída en el empleo. En los últimos meses esa franja parece haberse frenado, pero hay más gente buscando trabajo y el desempleo sube. Las proyecciones para este 2019 no son las mejores, por el mencionado impacto en la temporada y porque sectores como la industria siguen con problemas de competitividad. Las cosechas pueden mitigar el escenario, reactivando el movimiento en toda la cadena comercial, con impactos que se multiplican en el transporte, los puertos, el comercio; pero conseguir trabajo seguirá siendo un problema. Los niveles salariales se sostuvieron -buena cosa- pero en muchas áreas los altos niveles salariales no condicen con la productividad, lo que es poco sostenible y hace aún más difícil a las empresas aumentar o siquiera mantener las plantillas. Más cuando el escenario fiscal es complicado y -tarde o temprano- habrá que abordarlo, lo que erosiona las expectativas empresariales y de consumo.
Las propuestas políticas en la incipiente campaña le escurren el bulto al asunto y nadie habla de “ajuste fiscal”. Tal vez sea lo correcto, porque -a mi juicio- el problema de las cuentas estatales no se arregla ‘recortando’ o con medidas de ‘austeridad’: se precisa una reconsideración profunda de las tareas del Estado, comenzando -obviamente- por la seguridad social, que es el principal factor de déficit, y continuando por otros asuntos que cargan costos o impiden un despliegue mejor de la actividad en todos sus sectores. Aumentar la inversión presupuestal en infraestructura, mejorar las relaciones laborales y la inserción comercial, son asuntos clave para mejorar la competitividad.
El Estado también ha impulsado herramientas valiosas (UTEC, Uruguay XXI, ANII, ANDE, etc.), pero si no mejora la competitividad sistémica de la economía esas herramientas no lucirán lo que merecerían.
Lamentablemente, el año electoral no es el mejor escenario para poner manos a la obra. Mientras, la tasa de interés global frenó su aumento, lo que permite mantener el financiamiento y “patear la pelota” para adelante. Pero así no se gana.