Este 2025, la familia Barcos celebra un aniversario muy especial: 60 años ininterrumpidos en las cocinas de la Rural del Prado. Desde aquel primer comedor de peones que atendía a cientos de trabajadores con chorizo o costilla “a caballo”, hasta los actuales restaurantes de carnes certificadas, el apellido se volvió sinónimo de gastronomía y tradición en la mayor exposición del país.
El tiempo transformó a la Expo: de 15 días con payadores y grapa con limón hasta la actual versión compacta y comercial. Sin embargo, hay un fuego que no se apagó: el de la parrilla de los Barcos, que cada septiembre vuelve a encenderse para alimentar recuerdos, vínculos y tradiciones.
La historia de la familia Barcos está íntimamente ligada a la gastronomía y a la Rural del Prado. Es una historia que empezó en una panadería de barrio y que, seis décadas después, sigue viva en los fuegos que cada año alimentan a criadores, expositores y visitantes de la exposición.
Todo comenzó con el abuelo de Roberto, en una panadería de la calle Zufrategui, que él nunca llegó a conocer. Su padre tomó la posta y luego abrió un nuevo local en Agraciada y Julián Álvarez, donde se diversificó el negocio hacia la confitería. Allí nació el vínculo familiar con la gastronomía y también con la comunidad: casamientos, reuniones y celebraciones barriales se abastecían de sus productos.
Roberto creció en ese mundo. Entre hornos y bandejas, mientras estudiaba, ayudaba en la panadería. Pero la vida lo obligó a decidir muy temprano. Con apenas veinte años, cuando cursaba Veterinaria, la enfermedad de su padre lo llevó a hacerse cargo de la empresa. “Tuve que optar”, recordó. Y eligió la gastronomía.
Los primeros pasos en el Prado
El apellido Barcos se instaló en la Rural hace 60 años, con el comedor de los peones y el de los funcionarios de ARU. Aquellos primeros servicios eran bien distintos: un quinchado sencillo, cocina a leña y menús básicos como “chorizo a caballo” o “costilla a caballo”. Los peones desayunaban, almorzaban y cenaban allí, con un sistema de tickets.
Roberto, adolescente, anotaba en una carpeta cada plato que salía. Eran tiempos de jornadas interminables, de seis de la mañana a medianoche. Y también tiempos de un Prado más largo —quince días—, con noches de guitarras, payadores y boliches que vendían grapa con limón. “Era mucho más rural y menos comercial”, resumió.
Con el tiempo, el apellido Barcos trascendió la panadería. Roberto tomó la delantera y abrió camino en restaurantes y concesiones: el Club Uruguay, el Carrasco Polo, el Club de Golf, entre otros. En Punta del Este desembarcó con locales en el Cantegril, el Club de Padel, Gorriti y hasta paradores en la Brava.
En el Prado, la firma llegó a gestionar espacios de distintas razas: Criollos, Hereford, Charolais, Merino, Ideal, Corriedale y, hoy, Angus. También la Terraza Italia, un restaurante emblemático que buscó modernizar la oferta gastronómica de la muestra.
Hoy la empresa mantiene su presencia en el Prado, aunque con menos locales que en el pasado. “Con uno alcanza”, dijo Roberto, después de décadas de recorrer medio Montevideo y buena parte de Punta del Este. La propuesta se ha sofisticado, con carnes certificadas y cortes de moda como la entraña, aunque el asado sigue siendo el caballito de batalla.
La dinámica del Prado es intensa: montar un restaurante desde cero, arrancar con pocos cubiertos y a los tres días estar a sala llena. Veinte personas trabajan en el local durante los diez días de exposición. “No es un lugar preparado, hay que improvisar mucho”, reconoció.
Hoy, sus hijos siguen el camino. Sebastián gerencia la gastronomía del Club de Golf; María coordina la producción de catering. Las dos hijas menores se fueron a Estados Unidos, pero el apellido Barcos sigue firme en Uruguay.
Roberto mira hacia atrás y reconoce que el Prado cambió. Se achicó la exposición, se perdió parte del folklore y se volvió más comercial. Pero también celebra lo que permanece: los lazos de confianza, los vínculos con generaciones de directivos de ARU que vio crecer y las historias compartidas en torno a una mesa.
“Algunos de los que hoy son presidentes eran niños que venían a comer papas fritas con los padres”, recordó. Y es que, en definitiva, la historia de los Barcos es también la historia de la memoria gastronómica de la Rural del Prado.
Sesenta años después, Roberto Barcos sigue encendiendo el fuego en el Prado con la misma pasión que heredó de su padre. Entre anécdotas de peones, noches de guitarras y platos que ya son parte de la memoria colectiva, su apellido se consolidó como un símbolo de continuidad y hospitalidad. Más que un negocio, la cocina de los Barcos en la Rural es una tradición que ha alimentado generaciones y que, año tras año, renueva su lugar en el corazón de la exposición.