Las familias no se eligen. Uno nace en ellas, a veces las padece y con suerte, algún día se independiza y con una mochila y algo de dignidad debajo del brazo se sale a buscar aventuras propias.
La familia del Mercosur es una de esas. Difícil, disfuncional y caótica.
Papá Brasil es el patriarca. Grandote, con voz gruesa y la billetera siempre medio vacía, pero se las arregla para caminar como si fuera millonario. Es industrial, le gusta que todo se fabrique en casa, incluso si cuesta el doble. Y cuando los demás hijos le preguntan si pueden comerciar afuera, responde: “Infelizmente no va a poder ser”, que en portugués suena amable y ambiguo al mismo tiempo.
Mamá Argentina es otra historia. Es hermosa y talentosa. De joven, todos creían que iba a ser una artista internacional, la gran estrella de la región. Pero se enamoró de la emisión monetaria, del drama, del “yo me ocupo de todo, mi amor” aunque no supiera cómo. Hace años que vive en una montaña rusa emocional. Populista los lunes, liberal los martes, estatista los miércoles, mística los jueves y furiosa los viernes. El sábado llora y el domingo duerme.
Los hijos crecieron viendo todo esto.
Paraguay, el mayor, es callado, conservador y obediente. No molesta. Hace su tarea, pide poco, y trata de no levantar la voz cuando los padres discuten. Se acostumbró a vivir en esa casa y aprendió que lo mejor es no meterse.
Uruguay, el menor, es el rebelde. Chiquito y orgulloso. Vive en el cuarto del fondo, lejos del griterío. Hace tiempo que siente que no encaja. No le gusta que papá Brasil le diga con quién puede comerciar ni que mamá Argentina le dé clases de cómo manejar la economía mientras vende los cubiertos para pagar la luz. Uruguay ya armó su mochila. Tiene pasaporte europeo, amigos en Asia y una leve obsesión con la OCDE. Sueña con irse, vivir solo y conocer el mundo. Pero le cuesta. Porque, en el fondo, esta casa, con todas sus fallas, le da cierta comodidad.
Pero ahora hay novedades.
Mamá Argentina dice que está en rehabilitación. Que va a cambiar. Que conoció a un liberal que le enseñó a ordenar la casa, a no gastar más de lo que gana y a dejar de imprimir billetes. Papá Brasil, lejos de celebrar, la ignora. Está ocupado en otras cosas. Siempre lo está. Y ella, en lugar de quedarse, empieza a hacer las valijas. ¿Se muda?
Se puso de novia con EEUU, un señor con mucha plata con quien se va a vivir muy lejos, pero no se lleva a los hijos. Les dejó la casa vieja y se fue sin saludar.
Uruguay, melancólico, mira todo esto desde la ventana de su cuarto y se pregunta si es hora de salir finalmente a buscar nuevos horizontes. A veces, en voz baja, le dice a Paraguay que deberían independizarse. Que no están condenados a vivir para siempre bajo el mismo techo, con padres que no escuchan y reglas que lo asfixian. Pero Paraguay prefiere no meterse.
Uruguay, en cambio, tiene las valijas hechas hace tiempo, pero espera una señal. Por miedo a enojar a sus padres dejó pasar ese tren que pasa solo una vez, ese que ahora se va a tomar mamá. Pero Brasil no le presta mucha atención, le gusta coquetear con Venezuela, esa novia tóxica y exótica.
Los años pasan y la casa es un desorden y mientras papá Brasil se pelea con la vecina Europa por la basura, Uruguay se pregunta desconcertado, si aún existe algún tren que lo lleve lejos de acá.