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El humor de Landriscina: cómo hizo reír y unir a generaciones con las historias del campo y el alma del pueblo

A sus 89 años, el humorista repasó su vida y legado como narrador de la cultura popular, donde el humor es memoria y el cuento, un viaje...

Luis Landriscina.
Luis Landriscina sentado en el living de su casa.
Foto: Manuela García Pintos.

Hay hombres que nacen con la palabra a flor de piel. Hombres que no solo cuentan cuentos, sino que encarnan una manera de decir, de ver el mundo, de narrar la vida. Luis Landriscina es uno de ellos. Una figura icónica del humor costumbrista, pero también un testigo agudo de la historia invisible: esa que se teje en los fogones, en las ferias o en las radios de las madrugadas. Su vida no es solo una cronología de fechas, sino un mapa de voces, silencios y risas compartidas.

Desde chica crecí escuchando los cuentos de Luis Landriscina. Mi padre los ponía en la cocina del campo o en un CD en el auto, en cada viaje por la ruta. Una mañana de febrero nos encontramos en su casa de Santa Ana, en Colonia. La radio sonaba en la cocina y él me esperaba en el living, con las ventanas abiertas para que corriera el aire. Me invitó a pasar, y me tuve que aguantar la emoción -la de saludarlo como fan- para sentarme frente a él con el grabador en la mano y hacer lo que había ido a hacer: escucharlo, una vez más.

Luis Landriscina.
Luis Landriscina en el lanzamiento de la Patria Gaucha en 2017.
Foto: Presidencia.

Como toda historia grande, la de Landriscina empieza con una ausencia. “Mi mamá murió cuando yo tenía un año y tres meses. De ahí me llevaron para la Resistencia. Del campo no tengo nada, porque murió mamá y se desarmó la familia.” Así arranca su relato, sin sentimentalismos, con esa sobriedad que caracteriza a quienes aprendieron a recordar desde la pérdida. Nació en Colonia Baranda, Chaco, el 19 de diciembre de 1935, aunque fue anotado como si hubiese llegado al mundo el 6 de enero del año siguiente. Fue el séptimo de ocho hermanos. El último murió por COVID. “Siempre decía que por una cuestión cronológica, iba a ser el último en morir. Y así fue.” De aquella familia solo queda él, y quizá por eso cada cuento suyo es también una forma de sostener a los que ya no están.

El humor, ese arte difícil que muchos subestiman, le nació sin plan. “Fue en la escuela. Yo era el tipo dispuesto a decirte un verso o hacer alguna gracia, y la maestra le pasaba el santo a la otra maestra”, recuerda. De ahí, a los actos patrios, a los fines de curso. Siempre alguien lo llamaba. Siempre había una historia que él podía contar.

Después llegó el cuadro artístico de la parroquia y él era el cómico del grupo. No inventaba los chistes, al principio. Los escuchaba, los repetía, los imitaba. Pero ya estaba allí la semilla de lo que vendría: su prodigiosa capacidad para observar, absorber y recrear con una fidelidad casi musical los tonos, los acentos, los modos de hablar de una Argentina profundamente diversa. “En el Chaco había un ruso blanco, yugoslavo, polaco, español, japonés… un crisol de razas. A todos los gringos los imitaba.” Ahí empezó la verdadera escuela. No en los libros, sino en la escucha activa, en la empatía profunda, en ese deseo de traducir mundos ajenos para que los demás pudieran comprenderse mejor a través de la risa. “La gente cree que el humor es contar chistes. Pero el humor es sorpresa”, sentencia Landriscina. “Yo llevo el cuento para que el tipo que está escuchando, que está esperando la liebre por este lado, se la haga saltar por el otro.” Ese es su secreto, ese juego invisible entre narrador y oyente, donde la victoria está en el desconcierto, en el cambio de ritmo, en la risa que estalla donde no se la esperaba.

Por eso nunca le gustó demasiado el cine. “Vos te rompés haciendo el gracioso y no se puede reír ni el camarógrafo. Entonces no sabés si lo tuyo salió bien.” En cambio, la radio, el teatro, el encuentro directo con el público… ahí sí está el pulso. La risa inmediata. La devolución en carne viva.

Más que humorista, Landriscina se define como “narrador de usos y costumbres”. Y esa definición no es casual. Su obra no es una suma de chistes, sino un archivo oral del alma criolla. Una forma de rescate cultural. “No es lo mismo la gente que vos conocés a la hora de la fiesta que a la hora de la siesta”, dice, y ahí revela su método: quedarse, observar, convivir.

Ganó Cosquín. Viajó por todo el país. Aprendió a hablar como cordobés, santiagueño, correntino. Pero sobre todo, aprendió a escuchar. “Además de consultar a los antiguos, que son los que más saben, porque a la gente mayor le encanta repasar la memoria.”

Uno de los cuentos más queridos por su público es el del “primer Ford T que llegó a Entre Ríos”. Una pieza de arte popular donde la imaginación y la memoria colectiva se trenzan con precisión quirúrgica. Perros, caballos, gallinas… todos reaccionando al sonido de un motor que nunca habían oído. Es un cuento que exige conocer el campo, las costumbres, los tiempos del ciclo rural. “La gallina clueca está echada durante 21 días. Si se levanta a los 18, el pollo muere en el intento de nacer.”

Es ese nivel de conocimiento lo que le da verosimilitud a lo absurdo. Porque incluso los cuentos más delirantes de Landriscina están construidos con una lógica interna implacable. Como el del “pescado de patio” que hacía las tareas del hogar y terminó ahogado en una zambullida mal calculada. “No se puede contar lo que no se sabe”, dice. Y por eso sus cuentos atraviesan generaciones, resistiendo el paso del tiempo como solo lo hacen los mitos populares.

Aunque se retiró en 2005, Landriscina nunca dejó de estar. Sus cuentos siguen viajando en autos, en celulares, en radios de pueblos remotos. En casetes primero, en CDs después, y hoy en pendrives. Un joven se le acercó una vez para contarle que en su pueblo, cada 24 de diciembre a las 11 de la mañana, todas las radios se sincronizan para pasar su cuento de Navidad. “Es sagrado”, le dijo. Y esas son, según él, “caricias al alma”.

Otra vez, un equipo de trilla se llevó sus grabaciones al campo y, con papel y lápiz, se pusieron a anotar cualquier mentira que dijera sobre la vida rural. No encontraron ni una. “Nunca hablé de lo que no sabía”, dice con orgullo.

Como muchos grandes humoristas, Landriscina no es un hombre “gracioso” en la vida cotidiana. “La mayoría de nosotros somos tipos melancólicos. Nuestro alimento es provocar la risa en el otro.” Es por eso que cuando cuenta, mantiene la seriedad. Deja que la risa sea del otro, no suya. Es su forma de respeto.

Y también su forma de resistir. A los años, a las pérdidas, al olvido. “Tengo 89. Ya voy buscando los 90”, dice, y mientras lo dice, su voz tiene ese tono de quien sabe que el tiempo es un bien prestado.

Hoy camina con bastón, hace ejercicios para mantener el equilibrio, se cuida. Y se emociona cuando la gente todavía lo para en la calle para sacarse una foto. Porque aunque no esté en los escenarios, sigue estando. En los audios de WhatsApp, en los pendrives, en las sobremesas familiares.

Luis Landriscina no solo hizo reír a varias generaciones. Las conectó. Las tejió. Las hizo encontrarse en un lenguaje común, en un humor que nace del campo, del pueblo, de la tierra. Es, como él mismo reconoce, uno de los grandes conservadores de la cultura argentina. Y es también parte del alma del Uruguay. “La Patria Gaucha es la fiesta tradicional más importante del Uruguay. No hay en el mundo una cosa parecida”, dice, con admiración y respeto.

Landriscina no solo hizo reír a varias generaciones. Las conectó. Las hizo encontrarse en un lenguaje común, en un humor que nace del campo, del pueblo, de la tierra. Es, como él reconoce, uno de los grandes conservadores de la cultura argentina. Y es también parte del alma uruguaya. Como los buenos cuentos, su historia no tiene final. Porque los grandes narradores no mueren. Se reciclan.

Y como los buenos cuentos, su historia no tiene final. Porque sigue. Porque los grandes narradores no mueren. Se reciclan. Se heredan. Se repiten. Se escuchan una y otra vez. “El cuento es un viaje”, dice Landriscina. “Y si el viaje no es entretenido, el pueblo donde vas queda lejos.” Él, sin dudas, nos ha llevado muy lejos. Y todavía no queremos bajarnos.

Es Licenciada en Comunicación, egresada de la Universidad ORT en 2017. Trabaja en Rurales El País, sección a la que ingresó en agosto de 2020. Antes fue periodista agropecuaria en El Observador y productora en el programa radial Valor Agregado, de radio Carve. Escribe artículos para la revista de la Asociación Rural y se desempeña como productora del programada #HablemosdeAgro, que se emite los domingos en Canal 10.

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