
Durante décadas, el debate ideológico se organizó en torno a la dicotomía izquierda-derecha. Si bien fue una brújula eficaz durante buena parte del siglo XX, actualmente parece insuficiente para interpretar las tensiones centrales de nuestras sociedades. En su lugar, emergen ejes más relevantes y actuales como los nacionalismos contra el globalismo o el liberalismo enfrentado con el estatismo. Esta división, aunque presenta ciertos parentescos, no distingue entre partidos o coaliciones, sino entre quienes creen en el poder organizador de la libertad individual y quienes depositan su fe en la planificación colectiva y el control estatal.
La experiencia reciente de Argentina, con su audaz enfoque liberal, despierta una mezcla de fascinación y escepticismo. Desde este lado del río, lejos de la vorágine de Buenos Aires y el dramatismo mediático, la política de shock parece como un fenómeno ajeno. Sin embargo, no deja de generar preguntas incómodas: ¿será necesario un enfoque similar para sacar a Uruguay del letargo económico? ¿Deberíamos promover un fuerte adelgazamiento del Estado? O quizás ¿deberíamos considerar una reforma menos histriónica, más alejada en el tiempo, pero no menos efectiva, como la que llevó a cabo Nueva Zelanda en la década del 80?
Luz al final del túnel. El gobierno de Javier Milei, más allá de su retórica agresiva, ha iniciado un proceso de profundo reordenamiento macroeconómico, que incluye un drástico recorte del gasto público (30%), una estrategia antiinflacionaria ortodoxa y una ambiciosa agenda de desregulación normativa.
Contra todos los pronósticos apocalípticos, Argentina logró atravesar la fase más dura del ajuste tras modificar su política monetaria. Milton Friedman solía comparar este proceso con el alcoholismo: imprimir dinero, genera una sensación inicial de bienestar, pero inevitablemente luego viene la resaca. En cambio, frenar la emisión produce un malestar inicial, síndrome de abstinencia que siente ahora Argentina, siendo ésta, la única vía hacia una recuperación genuina de largo plazo. Esperamos que esta reforma traiga acompañado luego un flujo sostenido de inversiones que consolide y confirme todo lo hecho hasta acá. En un mundo tan ideologizado, es muy importante que este modelo basado en la disciplina fiscal, eficiencia del gasto y libertades individuales sirva como caso de éxito, incluso esta versión de liberalismo y rock and roll tan confrontativo que propone Milei.
Los 90´s. La motosierra, convertida en un símbolo brutal pero efectivo de esta transformación, contrasta inevitablemente con la memoria colectiva de aquella tentativa reformista de los años 90 liderada por Luis Alberto Lacalle Herrera, quien planteó la necesidad de modernizar al Estado y liberar las fuerzas productivas. A diferencia de Milei, quien la exhibe como un trofeo junto a personalidades como Elon Musk y es celebrado por una parte entusiasta de las nuevas generaciones, aquí Lacalle Herrera se enfrentó a un muro cultural, corporativo y político infranqueable que lo llevó al ostracismo político, estigmatizando el reformismo liberal.
Aquel trauma sigue condicionando los límites de lo políticamente posible en Uruguay. Y aunque en aquella época se logró, entre otras cosas, reducir la pobreza a la mitad, se recuerda sesgadamente como un período de retroceso, etiquetado como “neoliberal”. Tal vez esa herencia haya influido en el accionar de su hijo, Lacalle Pou, quien luego de aprobar la LUC y sortear la pandemia, optó por soltar el pie del acelerador, llegando al final de su mandato reivindicando, espero yo con cierta resignación, “el coraje de posicionarse en el centro”, haciendo apología de la moderación.
Liberalismo a la uruguaya. Los intentos por construir movimientos con espíritu liberal, como lo fue en sus inicios Un Solo Uruguay, terminaron disolviéndose en un discurso más difuso y sin un brazo político ejecutor. Lo que comenzó como una legítima crítica al peso del Estado, exceso de regulaciones y la captura fiscal del sector productivo, se diluyó en reclamos ideológicos más intangibles. Hoy, lejos de articular un relato transformador, ese espacio parece más reactivo que emancipador, donde en lugar de hablarle a los productores de “pesadas mochilas”, se cita a Hayek en reuniones bastante menos concurridas. ¿Cambió Uruguay realmente desde aquel 23 de enero de 2018 en Durazno? En parte, esto refleja una inercia más profunda: las sociedades rara vez emprenden reformas estructurales si no están empujadas por una crisis inminente. Y Uruguay, a diferencia de Argentina, aún goza de una estabilidad relativa que desactiva cualquier urgencia y anestesia la voluntad de cambio.
Lamentablemente la humorada de la motosierra, desplaza a un segundo plano la posibilidad de mejorar el gasto público y generar espacio fiscal para atender los temas urgentes como la educación, cárceles, o personas en situación de calle. Si efectivamente pudiéramos concatenar uno con el otro, en una suerte de atajo, podríamos cambiar el relato de la motosierra a un plano moral como lo ha hecho efectivamente Milei. El otro camino, más largo pero más seguro, es la experiencia neozelandesa.
Caso neozelandés. En 1984, Nueva Zelanda enfrentó una economía al borde del colapso: inflación galopante, deuda pública descontrolada y un Estado ineficiente. La respuesta no fue una demolición caótica del Estado, sino un rediseño inteligente, donde el gobierno reorganizó las empresas públicas, profesionalizó la gestión y recortó el déficit evitando fracturas sociales.
Tres leyes fundamentales marcaron ese proceso. La State-Owned Enterprises Act (1986) transformó las empresas estatales en firmas comerciales sujetas a reglas de mercado con directorios responsables ante el gobierno. La State Sector Act (1988) modernizó la gestión pública, introduciendo directores ejecutivos con contratos basados en resultados (posibilitando desestacionalizar su función de los ciclos electorales) y les otorgó mayor autonomía para administrar recursos y personal. Finalmente, la Public Finance Act (1989), a diferencia de ley de responsabilidad fiscal de Uruguay que ha sido consistentemente perforada desde su creación, impuso una disciplina fiscal rigurosa, obligando a los ministerios a operar con criterios contables empresariales, auditorías independientes y metas a largo plazo. Lejos de desmantelar el Estado, estas reformas lo hicieron más eficaz y transparente.
Mientras que la reforma neozelandesa, bien concebida, incorporó cargos basados en resultados, aquí el Mides redujo a 6 las horas de trabajo sin contrapartida por desempeño ni reducción de salario, justo antes de la entrada del invierno. Para colmo, ese mismo ministerio se vio inmediatamente desbordado, reconociendo falta de personal. En el acto tres de este chiste de mal gusto, se registró una ola de muertes por frío sin precedentes ni consecuencias políticas.
El verdadero liberalismo no es anti-Estado, sino que rechaza un Estado disfuncional, sobredimensionado y capturado por intereses corporativos, ya sean sindicales o empresariales. Es un proyecto que reconoce los límites del intervencionismo, pero también los del mercado no regulado. No es “pro-negocios”, lo cual suele confundirse en este país con un capitalismo prebendario que promueve “vacas atadas”, sino que defiende en forma irrestricta la “libre empresa” y la competencia.
El planeta entero se encuentra observando este cambio de rumbo ideológico tan contrastante que atraviesa Argentina, y Uruguay tiene el privilegio de ver este experimento en primera fila. Más allá de la mediática motosierra, el valor subyacente está en el meticuloso trabajo técnico con bisturí que la precedió, donde años de análisis normativo liderado por Federico Sturzenegger y su equipo, supieron mapear cada traba, cada distorsión y cada exceso que impedía el desarrollo económico, logrando un adelgazamiento regulatorio sin precedentes.
Aquí mientras el Ceres pone en agenda este tema tímidamente con un buzón de quejas, el gobierno confunde gobernar con administrar y a imagen y semejanza de una campaña electoral apática y carente de ideas, se hace gala de la voluntad continuista y poco refundacional que contrasta con las reformas que realmente necesita el país.