Hay gente, que cuando se le habla de la portera, no imagina a la encargada de un edificio… ¡imaginan una portera! Son los mismos que, si les cuentan sobre alguien que tiene unas garras impresionantes, lo perciben como “de a caballo” con un impactante apero y no a alguien con manos como las del lobo del cuento de caperucita roja.
Somos así, siempre fuimos así. Les voy a contar una anécdota para que se hagan una idea de lo que les estoy comentando.
Era el primer día de clases de mi hijo menor, tendría unos 4 años, cuando llegué a buscarlo, muchos niños de distintas edades jugaban en un patio dividido en potreros… no, ¡perdón!... dividido en sectores quise decir. Los grandes en uno, los del medio en otro y los más pequeños en otro. Esta división estaba hecha con cinta blanca, de esas que se usan en los bancos para formar la fila, me asomé y ahí estaba mi cachorro jugando. Me vio y salió corriendo a buscarme hasta que se topó con la cinta blanca, y en ese mismo momento la agarró con su mano, levantó y gritó a voz en cuello: “¡vení mamá! Pasá, mirá que no patea…!”
Pienso que estamos divididos en dos, nuestra mente racional, que nos trajo a vivir a la ciudad en busca de oportunidades y el alma, que sigue siendo absolutamente rural y que nos recuerda permanentemente donde quiere estar. Eso no quiere decir que vivamos despotricando contra la ciudad, ni que estemos peleados con nosotros mismos, es solo que nos falta algo.
Vamos a ponernos nombre, me gusta gente con “alma de campo”. En este tipo de persona hay distintas categorías: los que tienen pasión por el ganado, vacuno u ovino; pasión por la agricultura o lo vegetal, a los que se reconocen rápidamente porque en sus balcones tienen casi una quinta. Y los de pasión por el caballo.
Me ubico como muchos en este último, y se nos reconoce por el andar, tenemos una cadencia distinta, como si nos faltara un pedazo de cuerpo.
Así fue que siempre busqué trabajos relacionados con el campo, y por suerte la vida me fue generosa al ofrecérmelos. Aún así mi pasión por los caballos seguía presente, hasta que por quíntuple mil veces en mi vida, alguien que no era de campo me preguntó: “¿Milagros, vos que andas tanto en cosas rurales, no sabrás de algún caballo manso para mis hijos?”.
Poco tiempo después, visitando un establecimiento rural por otros temas laborales, un capataz me preguntó: “¿Milagros, vos que andás en la ciudad, no sabrás de alguien que necesite un caballo manso como para aprender?”.
Dos más 2, ¡Bingo! Tenía todas las puntas para crear algo vinculado con caballos.
Invité a Sofía Mata a sumarse al proyecto, amiga y veterinaria, fundamental para que dé su visto bueno a la sanidad de los caballos. Creamos una página: acaballo.uy/ y www.instagram.com/acaballo.uy/ en Instagram. Comenzamos a salir los fines de semana a probar caballos para conocerlos y asegurarnos que realmente sean mansos. Tal vez duden o piensen que lo que es manso para Milagros no lo es para uno, o para lo que uno quiere.
Los caballos que vamos a probar son de gente de nuestra confianza. Una vez en el lugar “los salto en pelo” (sin recado) y de bozal, pruebo que respondan a las ordenes básicas, que no se asusten al acercarse, luego los ensillo y pruebo un poco más allá su obediencia. También les acerco objetos extraños, es decir trato de recrear situaciones distintas para conocer sus reacciones.
Les sacamos fotos, hacemos videos y subimos a nuestra plataforma y red social. En la misma también ofrecemos todos los insumos para el caballo, así ni el vendedor, ni el comprador tiene que preocuparse por nada.
Por otro lado, cuando los interesados consultan, nos ponemos en contacto telefónico para saber exactamente qué está buscando y conocer también la experiencia de quien lo va a usar.
Y yo… bueno, yo sigo creyendo que la portera no es la encargada del edificio y cada fin de semana, cuando apronto el mate y salgo a la ruta en busca de caballos mansos, mi alma está más serena, pues está donde quiere estar...