A veces los grandes proyectos nacen de una conversación simple, casi casual. Una charla a la sombra, una frase que queda flotando en el aire y se instala como una idea fija. A Andrés Medina le pasó así: un día escuchó hablar de unos gauchos que venían recorriendo Uruguay a caballo rumbo a la Patria Gaucha y algo se le encendió adentro. No fue una decisión inmediata ni un impulso adolescente que dura una semana. Fue una semilla.
Hoy esa semilla es camino. Y polvo. Y agua compartida en bebederos ajenos. Es la rutina de ensillar, revisar patas, acomodar el recado y salir antes de que el sol castigue. Es un joven de 29 años, nacido en Tranqueras, Rivera, que no viene “de familia de campo”, pero que se fue armando una pertenencia distinta: elegida, ganada, buscada. Un vínculo que se construyó por contacto, por trabajo, por vocación, por esa fascinación que a veces aparece en la infancia —en el campo de un amigo, en una visita, en un verano— y después se vuelve brújula.
Andrés estudió en la Agraria de Tacuarembó porque quería “sentirse un poco más cerca del campo”. A medida que pasó el tiempo, dijo, el amor por ese mundo fue creciendo. Siguió en Agronomía: primero Salto, después Montevideo. No está recibido aún, lo aclara sin vueltas, pero sigue en carrera, avanzando con la convicción de quien eligió un oficio que tiene territorio, clima, estaciones, producción y gente. “Estoy estudiando ingeniero agrónomo”, resumió, como quien coloca una pieza que explica el resto.
Y sin embargo, lo que hoy lo define no es el aula: es el movimiento. Es el proyecto que armó para poder hacer algo que deseaba hace años: recorrer Uruguay a caballo.
La travesía tiene nombre: Mi País al Tranco. Un nombre que suena a marcha, a ritmo sostenido, a avance sin apuro pero sin pausa. Andrés lleva, al momento de esta historia, poco más de treinta días de recorrido. Y habla con la emoción del que todavía está en la primera parte, pero ya sabe que lo que está viviendo no se borra. “Si hoy terminara el proyecto, a los teinta y tres días que hice hasta ahora, estoy seguro que esto va a quedar para el resto de la vida”, dijo. Lo inolvidable no siempre se mide por kilómetros; a veces se mide por lo que se mueve por dentro.
La idea, como casi todas las ideas potentes, tuvo una larga incubación. En 2016, en un año en el que no estudió, trabajó unos meses en el campo de unos amigos. Una tarde, conversando “en una sombra”, le comentaron que había gente recorriendo el país a caballo y que se dirigían a Patria Gaucha. Ese dato fue suficiente para instalarle una imagen. “Ese día me sonó”, recordó. Y tiró la frase que, con el tiempo, se convirtió en promesa: “Yo creo que voy a hacer eso un día”.
Pasaron años. Pero la idea siguió ahí, esperando condiciones. Andrés sintió que este era el momento: “se me daban las condiciones para realizar este proyecto”. Aunque “condiciones”, en su caso, no significaba tenerlo todo resuelto. De hecho, no tenía lo principal: no tenía caballos.
Ahí aparece una decisión clave: convertir un sueño personal en un proyecto formal. No por marketing, no por moda, sino por necesidad. “Me puse a razonar lo que necesitaba y cómo podía hacerlo… para que se pudiera documentar”, explicó. En tiempos en los que la vida pasa por la pantalla, Andrés entendió que documentar también era una forma de volver posible: mostrar el proyecto le permitía presentarlo, buscar apoyos, sumar aliados, ordenar el plan.
Hizo un documento, lo armó “prolijo”, y se lo mandó a una productora para que lo ayudara con redes y edición. Quería hacerlo bien. Quería que quedara. Quería que fuera presentable ante quienes pudieran apoyar. Porque además, la cuenta era simple: un recorrido de seis meses, cerca de dos mil kilómetros, con logística diaria, no se financia solo con ganas. “Costear un proyecto así no era sencillo”, admitió. Y gracias al proyecto, consiguió patrocinadores, empresas y personas que hoy lo respaldan.
Los caballos llegaron de la mano de Cabaña La Pacífica, que le prestó los animales y también le abrió una puerta mucho más grande: la del aprendizaje real. Andrés se integró varios meses antes, para sumar práctica. “Yo estando en Montevideo no andaba nada de caballo prácticamente”, confesó. Y ahí hay otra capa de esta historia: no es un “gaucho” de postal, no es un jinete criado en estancia; es un joven que se está construyendo en el camino. Eso es parte de lo que lo vuelve interesante: la travesía no es solo geográfica, es identitaria.
La elección de la raza también fue deliberada: caballos Criollos. Andrés vio que en Uruguay el Criollo había tomado mucha importancia y, un día en Montevideo, leyó un artículo donde se decía que el criollo es identidad nacional. Esa frase lo atrapó. “Me gustó la idea”, dijo. Y como no conocía tanto el mundo criollo, quiso aprenderlo desde adentro. En septiembre fue al Prado con La Pacífica y lo recuerda como una experiencia “muy linda”, de mucho aprendizaje.
En el viaje, los cuidados son parte de la rutina. Los caballos van herrados de las cuatro patas; el herraje se controla entre 30 y 35 días, y cualquier problema se atiende rápido. Se cuida el lomo y la comodidad del recado. Andrés viaja con poco peso para evitar desgaste. Al llegar a cada establecimiento revisa patas y lomo; cuando hay veterinario cerca, los hace controlar. “Cada quince o veinte días” intenta tener chequeo. Y después, lo esencial: buen pasto, buena agua, buen descanso. Marchas de tres o cuatro días y, si se puede, un día de descanso o una pausa larga. La rusticidad del criollo, dice, es real, pero no es excusa para descuidar: la resistencia también se construye con manejo.
La logística diaria tiene su propio idioma. Andrés habla de “la quedada”: el lugar donde se queda al mediodía o a la noche. Y ahí aparece una de las dificultades más concretas. No siempre es ágil conseguir dónde parar. A veces debe frenar antes de lo previsto porque no encuentra quedada más adelante. Su método es de a pie, de conversación: llega a un establecimiento y pregunta por otro 25 o 30 kilómetros adelante que pueda recibirlo a él y a los caballos. Su prioridad, repite, son los animales. Él puede dormir donde sea: en un galpón, arriba del recado. Pero el caballo necesita agua, pasto, un lugar seguro. “Más que medio día buscando quedada no he pasado, por suerte”, dijo, y en esa frase hay un agradecimiento silencioso a la red de manos que lo sostienen.
El clima, en cambio, es un enemigo sin rostro. Y ahora, entrando al verano, el calor obliga a ajustar. “Hay que levantarse más temprano y tratar de marchar la máxima cantidad de kilómetros por la mañana”, explicó. Cambiar el ritmo es parte del viaje: el cuerpo aprende, el caballo marca, el sol ordena.
Hasta aquí, podría ser la historia de un joven recorriendo el país. Pero Andrés le sumó un eje que le da sentido colectivo: las áreas protegidas. La idea surgió cuando diseñaba el recorrido y se preguntó qué lugares quería visitar de verdad. Quería pasar por su pueblo, Tranqueras, pegado al Valle del Lunarejo. Quería ir a Bella Unión, vinculada al Rincón de Franquía. Quería llegar al este, recorrer la costa, mirar Maldonado y Rocha, pensar en Cabo Polonio, en Castillos, en lagunas. Y al investigar, descubrió que esos puntos estaban conectados por el mapa de las áreas protegidas. “Coincidí en que eran áreas protegidas”, contó. Entonces armó la ruta como un collar de reservas.
En estos primeros días ya pasó por Esteros de Farrapos y Esteros y Algarrobales del Río Uruguay. Mencionó Humedales del Santa Lucía, y también una visita frustrada: una de las áreas protegidas recientes, cerca de Mercedes, a la que no pudo ingresar por su condición de área nueva. Ahora se encuentra en la zona de Rincón del Chamanga, con Grutas del Palacio cerca, y su plan continúa: este año cerraría con Santa Lucía; el año próximo seguiría por Maldonado, Rocha, Treinta y Tres, Cerro Largo, Valle del Lunarejo y, en el medio, el hito emocional: llegar a la Patria Gaucha a caballo, como aquel relato de 2016 que le plantó el sueño.
Sobre el contenido, Andrés también está buscando el formato. Graba, pero todavía no publicó todo. Está “experimentando”: algunos videos largos, otros tipo reels, para ver qué funciona mejor. Dice algo que atraviesa a cualquiera que intenta comunicar hoy: el público quiere todo rápido, cada vez más corto, cada vez más comprimido. Y aun así, él quiere contar bien. No solo por likes: por memoria.
La edición es otra batalla cotidiana. Andrés a veces edita, a veces lo ayuda una amiga, pero el tiempo se le va. Llega a una estancia, lo reciben, charla, comparte. Y esas conversaciones, que son oro para la experiencia, compiten con la urgencia del contenido. “Estoy dos horas charlando y son momentos que pierdo de estar editando”, reconoció. Y su solución no es cortarle el corazón al viaje; es encontrar “quedadas al mediodía solo” para tener tiempo propio. La travesía también es eso: aprender a administrar el día, a equilibrar la hospitalidad con el proyecto, a sostener el vínculo humano sin perder el hilo de lo que se quiere construir.
Y lo que quiere construir Andrés va más allá del paisaje. Quiere transmitir cultura. Quiere que la gente se identifique y se acerque al mundo gaucho, especialmente quienes viven lejos del campo. “Yo estando en Montevideo usaba algunos términos… y un amigo me dijo: me encanta que uses términos gauchos, yo no tengo ni idea”, contó. Hasta una palabra simple como “pincha” puede ser desconocida en la ciudad. Andrés disfruta de ese puente: explicar las prendas, el vocabulario, las prácticas, los códigos. Para él, la cultura gaucha es acervo nacional, y Patria Gaucha es un faro porque concentra y transmite eso que, muchas veces, se pierde o se reduce a estampa.
En el camino, lo que más lo ilusiona es lo humano: conocer gente, hacer amigos, volver. “Hay lugares que me quedan marcados”, dijo. “La gente te recibe como si fueras uno más de la familia”. En esa frase está una verdad vieja del interior: la hospitalidad como forma de pertenecer. Andrés ya sabe que va a volver a algunos lugares. No por turismo: por vínculo.
Lo que más lo asusta es una sola cosa: que le pase algo a los caballos. No lo dice como frase amable, lo dice con una seriedad íntima. “Ellos son parte del proyecto. Yo los siento ya como unos amigos”, explicó. Habla de cómo lo miran, cómo lo siguen, cómo se mantienen cerca. El miedo no es por él: es por ellos. Porque si el viaje tiene un corazón, en esta historia son dos: el joven y los animales que lo llevan.
Andrés también habla de demostrarse a sí mismo algo que, quizás, no se puede demostrar de otra forma. “Un guri criado en el pueblo… salir a recorrer el país a caballo solo es un bruto desafío”, dijo. Y ahí aparece el viaje como prueba: del cuerpo, del carácter, de la paciencia. Hay muchas horas en silencio, muchas horas pensando. “Creo que uno se conoce a uno mismo”, reflexionó. Cree incluso que va a encontrar su destino: “le voy a poner un norte a mi vida”. Y remata con la frase que define la travesía como un quiebre: cuando termine, será “un punto de inflexión”. Un antes y un después.
Al final, el mensaje es agradecimiento. A quienes lo escriben, lo alientan, lo esperan. A quienes lo reciben “en las casas de palo”, como dijo, con esa expresión que suena a interior profundo. A la cabaña, a las empresas, a los apoyos. Y también, un deseo: si esto motiva a alguien más, si alguien se anima a hacer su propio viaje —a caballo, en auto, en bici, a pie—, entonces el proyecto habrá sembrado algo. Porque, para Andrés, el sueño no es privilegio. Es decisión.
Hoy la travesía recién empieza. Faltan meses, faltan rutas, faltan áreas protegidas y nombres que todavía son solo promesa en un mapa. Pero Andrés ya sabe lo esencial: el camino no se mide solo en kilómetros. Se mide en historias. Y en esas historias, Uruguay aparece entero: el país de la hospitalidad, del caballo criollo, de los términos que sobreviven, de los paisajes que mucha gente no conoce, de las áreas protegidas que esperan ser miradas con otros ojos.
A caballo, Andrés Medina está haciendo una cosa sencilla y enorme: está volviendo visible un Uruguay que existe todos los días, pero que pocas veces se cuenta desde adentro, al ritmo del tranco.
“Mi País Al Tranco”: el mapa emocional de una vuelta redonda
“Mi país al Tranco” no es solo un viaje: es una forma de mirar el Uruguay desde adentro, a la velocidad del paso del caballo y con la paciencia que exige entender un territorio en profundidad. El proyecto impulsado por Andrés Medina nace del deseo de reconectar con una identidad que muchas veces queda fuera del ritmo cotidiano, y propone volver a mirar el país desde sus caminos rurales, sus áreas protegidas y la gente que las habita.
La travesía, pensada para desarrollarse a lo largo de varios meses, recorre distintos puntos del territorio nacional enlazando reservas naturales, paisajes productivos y comunidades rurales. No se trata de una aventura improvisada: el recorrido fue diseñado con criterio geográfico, ambiental y humano, respetando los tiempos del caballo, las distancias posibles y la lógica del territorio. Cada etapa tiene un sentido y responde a una intención clara: unir naturaleza, cultura y tradición en un mismo relato.
El caballo Criollo es el eje de ese recorrido. No solo como medio de transporte, sino como símbolo. Su rusticidad, su resistencia y su adaptación al medio hacen de él un compañero ideal para una travesía de estas características. En cada kilómetro recorrido se pone en valor su capacidad, su nobleza y su vínculo histórico con el desarrollo del país. A través de este viaje, Andrés busca también mostrar que el caballo criollo no pertenece solo al pasado, sino que sigue siendo una herramienta vigente para pensar el presente y el futuro del campo.
El proyecto pone el foco, además, en las áreas protegidas del Uruguay, muchas de ellas poco conocidas incluso por quienes viven cerca. Al unirlas en un mismo recorrido, se genera una lectura distinta del territorio: no como espacios aislados, sino como un entramado vivo que conserva biodiversidad, cultura e historia. Desde humedales y montes nativos hasta zonas serranas y costas, cada tramo del camino propone una experiencia distinta y un relato propio.
Pero “Mi país al Tranco” no es únicamente una travesía geográfica. Es también un viaje humano. En cada parada aparecen historias, gestos de hospitalidad, charlas compartidas y vínculos que se construyen al paso. El proyecto pone en valor ese Uruguay profundo donde la puerta se abre sin preguntar y donde el encuentro sigue siendo una forma de vida. En ese intercambio cotidiano se reafirma una identidad que muchas veces no tiene visibilidad, pero que sigue latiendo en cada rincón del interior.
El componente comunicacional es clave: el recorrido se documenta día a día a través de registros audiovisuales y relatos que buscan acercar esta experiencia a quienes no pueden recorrerla físicamente. La intención no es solo mostrar paisajes, sino transmitir sensaciones, aprendizajes y reflexiones. Que quien mire, lea o escuche pueda sentirse parte del camino, aunque sea por un momento.
En definitiva, Mi país al Tranco es una invitación a bajar el ritmo, a mirar con otros ojos y a redescubrir el valor del encuentro. Un proyecto que propone volver a las raíces sin nostalgia, mirar el territorio con respeto y construir puentes entre tradición y presente. Un viaje que no se mide solo en kilómetros, sino en todo lo que deja en quienes lo recorren y en quienes lo siguen desde lejos.