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La historia mejor contada: la de los boliches de campaña

Al costado del camino sin luminaria ni cartelería, los boliches de campaña abren sus puertas a los paisanos del pago y a los visitantes de paso

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Héctor Báez junto a su hijo, Esteban, en el viejo boliche de sus padres en Aguas Blancas. Foto: Manuela García Pintos[/caption]

El boliche de Aguas Blancas. Héctor Baez nació en Aguas Blancas, en Lavalleja, y su infancia transcurrió entre el campo y el boliche de campaña de sus padres.

“Los vecinos se reían de mí porque me cambiaban los pañales arriba de la mesa del casino”, contó a El País.

Si bien tanto su padre como su madre llevaban adelante el almacén, su madre era quien estaba al pie del cañón siempre. De hecho, cuando falleció, la familia decidió cerrar el almacén.

“Historias hay muchas. Pero en ese entonces, los fines de semana era el lugar de esparcimiento de toda la gente. Había más almacenes cercanos, pero este se llenaba siempre por un tema de cercanía”, contó.

Esos eran tiempos donde se fiaba y se anotaba la cuenta en una libreta. Sus padres fiaban todo lo que era alimentos, pero no funcionaba de la misma manera con “los vicios”, como el alcohol y los cigarros, sobre todo su madre se manejaba de esa manera.

“A mamá la respetaban mucho. Si tenía que sacar a una persona del boliche lo agarraba del fundillo y lo sacaba. La vi varias veces hacerlo”, dijo.

Viejos recuerdos. “Un día estábamos dentro del corredor y un paisano dejó el caballo atado en el árbol, no era muy alto y ese día estaba lloviendo. A la hora de irse siempre lo hacía con alguna que otra copa de más. Antes de subirse al caballo se puso el poncho que por su corta estatura siempre lo arrastraba. Cuando se lo arreglaba de adelante, se lo pisaba de atrás y cuando pisaba el poncho caía al piso. Y así una y otra y otra vez y los paisanos bien apoyados en la barra se mataban de la risa”, recordó.

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Foto: Martín González[/caption]

Esta anécdota sucedió muchos años atrás cerca de Casupá, en Florida, en un almacén de terrón y techo de paja del que ya no queda rastro del boliche, ni del bolichero.

Leonocio Álvarez era el dueño del parador y también el policía de la zona.

En frente al boliche estaba la cancha de fútbol donde al día siguiente jugarían los cuadros Huracán vs Estrella América.

La noche previa al partido hubo un baile en la escuela rural. Resulta que habían unos muchachos con sus respectivas novias en la cocina del centro educativo.

No se sabe bien cómo un par de nylon se prendieron fuego. El policía estaba cerca de la zona y compareció ante la escena, pero asustados por lo que pudiese pasar, los jóvenes empezaron a correr y se escaparon rumbo a Casupá. Se perdieron por el campo y el policía dejó de perseguirlos.

Al otro día y en medio del juego, le hicieron un pase a uno de los jóvenes que huyó la noche anterior. Este tuvo que enfrentar solo al arquero, quien para su sorpresa era el policía (y bolichero).

Aprovechando la situación, el policía le dijo: “Anoche te me escapaste, ahora no”.

El joven se asustó ante los dichos del policía y le tiró la pelota a las manos.

Caros, pero de fiar

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Foto: Martín González[/caption]

“El boliche de Figueredo”, en la Cuchilla, fue desde que Gerardo García Pintos lo conoció, en 1966, “un centro de vida imponente”.

Ahí había almacén todo el día y boliche hasta la madrugada, era correo, era una parada de omnibus. Era el centro zonal.

Ese boliche supo tener un mono que estuvo durante años y, por supuesto, era la gran atención de los niños.

El boliche también era el lugar de los políticos en campaña electoral siempre.

Por allí pasaron Julio María Sanguinetti, Jorge Batlle, Luis Lacalle, Alberto Gallinal.

Ahí mataron a puñaladas a “la rubia de Cocoré”. Lo hicieron delante de mucha gente que no intervino y quedó para la historia de que “la rubia de Cocoré” se aparecía y estaba el espiritú de ella en el boliche.

Muchos años después ese boliche fue vendido, pero los nuevos dueños lo dejaron venirse abajo y hoy no queda prácticamente nada.

El gran valor de los boliches de camapaña, más que las miles de anécdotas que han dejado, fue que eran el verdadero centro comercial de la zona, epicentro social y de intercambio.

Angelito y el sable

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Foto: Martín González[/caption]

El boliche rural de Masoller tiene más de 150 años.

De hecho, hay fotos de la guerra de Masoller (que tuvo lugar el 1° de setiembre de 1904 y significó el drástico final de la guerra civil uruguaya entre los colorados y los blancos) donde se puede a los doctores operando a los heridos de la batalla y en el fondo se visualiza la fachada del almacén rural.

Ese almacén, como tantos otros, era un centro social fundamental, pero tiene una historia muy especial dado que fue clave durante la batalla de Masoller.

Con gran seguridad, no debe de haber otro almacén en la redonda que tenga una historia similar a la del “boliche de Doña Irene”

Hoy los vecinos lo conocen como “el boliche de Doña Irene”. Según pudo saber El País, ese fue el primero de la zona. El mismo está ubicado al lado de una vieja estación de servicio que antes supo ser una estancia.

En su momento, aparte de ser un boliche de campaña, funcionaba como recambio de caballos en la época de la dirigencia.

Además, toda persona que vivía en Rivera o en Artigas para ir a Montevideo tenía necesariamente que pasar por Masoller.

“Ese boliche es una verdadera reliquia para la patria uruguaya”, dijeron vecinos de la zona a El País.

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Masoller, 1975

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