En las últimas semanas Europa ha estado en vilo por múltiples y multitudinarias movilizaciones de los productores rurales en prácticamente todos los países. Como suele suceder con estos movimientos sociales que irrumpen con frecuencia en los Estados modernos, hay causas inmediatas, de corto plazo, pero también de fondo, que a veces son las más relevantes.
Si bien ya el año pasado se habían movilizado agricultores holandeses y de otros países en rechazo a ciertas exigencias ambientales, el principal motivo que inició las actuales movilizaciones es el retiro de los subsidios al combustible de los agricultores en Alemania. El gobierno alemán delineó un presupuesto en medio de una economía con dificultades y con la necesidad de reducir el déficit. Para eso, entre otras medidas, planteó reducir paulatinamente los subsidios al gasoil de uso agropecuario, lo que desató la reacción y las movilizaciones en toda Alemania. Aun así, la cámara baja (Bundestag) aprobó el Presupuesto incluyendo la medida, pero no tendría apoyo en el senado (Bundesrat).
Hace pocos días, en medio de las discusiones, el ministro de Economía alemán, Robert Habeck (del Partido Verde) regresaba en ferry de sus vacaciones en una isla en el norte alemán, pero una agresiva movilización de productores le impidió bajar a tierra; retornó luego, en otro buque.
En Francia -el epicentro del nacionalismo agrícola europeo- las protestas siguen. En las últimas horas los agricultores de la “Coordiantion Rurale” (uno de los sindicatos rurales franceses) irrumpieron en el Salón de la Agricultura (la feria rural más importante de Francia, en París) impidiendo el ingreso de visitantes. Los paisanos franceses están movilizados hace semanas por la caída en los precios y la suba de varios insumos, entre ellos la energía. Muchos adjudican esta situación a la invasión rusa a Ucrania, con el consiguiente aumento de los energéticos en la UE (que antes Rusia vendía con fluidez a occidente).
El gobierno francés ha buscado responder a los reclamos con medidas de apoyo presupuestal agregadas, anunciando un paquete de subsidios por 400 millones de euros. Los agricultores quieren confirmar cómo se aplican estos recursos. Protestas similares se han dado en varios otros países europeos, notoriamente en España. La agricultura europea está fuertemente subsidiada, pero esto no ha evitado el paulatino descenso en el número de agricultores (ver gráficas).
Más allá de estos temas presupuestales, de costos, subsidios y precios, hay otros dos asuntos que -a mi juicio- son los más trascendentes en juego en este conflicto, europeo pero con derivaciones globales; el ambiente y el comercio.
¿Ambiente vs producción?
El uso humano de recursos naturales implicó, implica e implicará la afectación del ambiente; es una ley de la actividad económica basada en recursos naturales, finitos o renovables. Con esta base, hay una legítima aspiración de buena parte de la sociedad de producir de manera cada vez más sostenible. La UE se ha considerado líder en esta línea de progreso. De tal manera que a mediados del año pasado se aprobó un nuevo Acuerdo Ambiental con metas y exigencias aún mayores para la producción, incluyendo la agricultura.
Irrumpe allí un asunto conflictivo: en el Acuerdo - que aprobó la Comisión Europea- hay mucho de utopía ambiental y poco de realismo productivo. O peor aún, más de ideología que de inteligencia productiva sostenible. El Acuerdo -que entre otras cosas se compromete a bajar en un 50% el uso de agroquímicos- obviamente le impone un sobrecosto a la producción actual prácticamente insostenible (valga al juego de palabras); pero los documentos oficiales de la Unión Europea -que releímos en estas horas- lo plantean en un lenguaje positivo y hasta edulcorado, desconociendo la carga que todo esto implica para los productores. Ante la enorme protesta de los agricultores, la Comisión Europea decidió retirar la regulación (SUR, por su sigla en inglés), que establecía una drástica reducción en el uso de agroquímicos (o pesticidas, como les llama la UE).
En ese predominio ideológico, quedan por el camino soluciones tecnológicas que en otros países -incluyendo Uruguay- ya se han adoptado, equilibrando de manera mucho más efectiva ambiente y productividad. El caso de la incorporación de transgénicos -donde Europa ha tenido un rezago ostensible- es un buen ejemplo. Muchos sistemas de producción europeos mantienen alta dependencia de agroquímicos por no incorporar los avances biotecnológicos.
Además, junto con todo esto hay una retórica que pone permanentemente bajo sospecha y acusación implícita al productor, por ejemplo señalando a la agricultura como principal causante del cambio climático, algo que hay que discutir (el caso de la ganadería lo abordamos recientemente en esta columna). Mientras, los agricultores ven cómo en las ciudades -más allá de los interesantes avances para incorporar energías renovables- se sigue utilizando intensamente combustible fósil (este sí, innegable causante del calentamiento global) ¿En qué quedamos?
Todo este entuerto lleva a reacciones que van por el camino equivocado: nacionalismo y proteccionismo.
En efecto, las principales organizaciones de productores europeos que se están movilizando por estos días ponen en la picota a los productores marroquíes, sudamericanos e incluso ucranianos, por considerar que ejercen una competencia desleal en sus mercados. Parece que desconocen el alto nivel de proteccionismo que impone la Unión Europea a las importaciones de alimentos. Es cierto que -en algunos casos- productores de otras latitudes producen a bajo costo a costa de un alto impacto ambiental. Pero estos asuntos deberían discutirse a nivel -por ejemplo- de la Organización Mundial de Comercio (OMC), apuntando a acuerdos generales que establezcan mínimos razonables y efectivos de compromiso ambiental, y no aspiraciones maximalistas que pueden lucir muy bien en un documento de oficina burocrática, pero que desconocen de manera campante la realidad productiva. La mayoría de los agricultores europeos no rechazan objetivos ambientales razonables, sino los imposibles, junto con la abrumadora exigencia burocrática muchas veces incumplible, sobre todo para los pequeños productores.
La exacerbación de los controles, reglamentaciones y exigencias -siempre fundamentadas en el interés social y ambiental- se ha hecho frecuente en los Estados actuales, que se vuelven omnipotentes y -ante la sorpresa de los burócratas- generan reacciones imprevisibles y masivas, de los grupos afectados. El caso del agro europeo es uno de ellos.
Es que nadie hace la suma: al igual que sucede muchas veces con los impuestos, las exigencias burocráticas tomadas una por una pueden tener su razón, pero aplicadas en conjunto le ponen una pesada mochila a los productores responsables de la gestión productiva. Están diciendo “no va más”.
En los análisis que se publican por estas horas en Europa, aparece también un error que era frecuente en Uruguay -hoy creo que superado-: se plantea que el agro es menos del 3% del PIB europeo, y es -por tanto- poco relevante. Sabemos que, en realidad, las cadenas agroindustriales son bastante más que el valor agregado en el establecimiento (ya de por sí importante) sino que implican insumos, transporte, agroindustrias, comercialización y servicios hasta el consumidor. Todo el sistema agroalimentario responde por 10 a 15% del PBI, según el país
Dicho todo esto, la movilización del agro europeo está llena de contradicciones pues es un sector millonariamente subsidiado por el presupuesto de la Unión Europea. De hecho, la Política Agrícola Común (PAC) es uno de los pilares del bloque. La UE es uno de los proyectos políticos más exitosos del mundo al combinar paz y desarrollo, luego de las trágicas guerras.
Y ha tenido una muy interesante capacidad de cambio y mejora. Arrancó subsidiando precios, y cuando se acumularon stocks de intervención insostenibles de diversos productos (que tanto daño hicieron a Uruguay) la PAC viró hacia los subsidios directos.
Y podría incorporar más cambios positivos, entre ellos una mayor apertura comercial con garantías ambientales. Pero -por lo que se percibe- el camino es otro. Así las cosas, en lo que atañe a nuestra región -y para frustración de los negociadores-, el Acuerdo de Libre Comercio UE-Mercosur (con estas movilizaciones agrícolas) parece más lejos que nunca, y hay más probabilidades de retrocesos que de avances.