José Luis “Coche” Inciarte tiene 73 años, es ingeniero agrónomo, fue tambero por casi 4 décadas y es sobreviviente de Los Andes. Asegura que vivió una “evolución gigante” en el sector lechero, donde “los tamberos se hicieron famosos por aplicar tecnología y los tambos que más invertían eran los que más rentabilidad tenían”. Respira profundo, sonríe, y casi como si continuáramos hablando de agro dice: “merecer la vida es ser feliz, y el real sentido es dar y darse, solo de esa forma encontrás paz, luego la verdad, y finalmente la libertad total”. ¿Sos feliz? Le pregunto. “Sí, súper”, responde.
-¿Tú sos oriundo de Montevideo, pero con familia de extracción agropecuaria y te gustaba acompañar a tu padre al tambo. ¿Desde siempre te gustó el campo?
-Sí. Iba con mi padre todos los fines de semana al tambo, en ruta 5 km 156, cerca de Puntas de Maciel. Él fue gerente técnico de Conaprole. Parábamos en bodega Vidiella a comprar vino y en la planta de Conaprole de Canelones a levantar media horma de queso Gruyere. Pasaba divino: comíamos unas costillitas de oveja, salía a caballo…
-¿A qué edad empezaste a ir?
-A los 13 años, por ahí. Veía a mi viejo orgulloso. Se apoyaba en mi hombro y me decía: “Cochemba, acá no había nada, y mirá ahora”. Se ordeñaban 150 vacas a mano. Cada una tenía un nombre en vez de número y el viejo iba una vez por mes con una balancita y hacía control lechero, y así empezó a seleccionar por productividad. Yo lo acompañaba a las 3 de la mañana, debajo de un poncho y con un farol a mantilla. Nos llevábamos bárbaro. En 1966, cuando yo tenía 18 años se murió de un infarto.
-¿Ahí tú te hacés cargo del tambo?
-Acababa de ingresar a Facultad de Agronomía. Volvía en tren de la estación de Puntas de Maciel y cuando el maquinista pasaba por atrás de la Facultad, desaceleraba, yo saltaba y entraba por el fondo. Al día siguiente temprano volvía a irme en una Onda. Me encargué de mi familia, porque cuando vi a mi madre llorando pensé que tenía que hacerle la vida más llevadera. No pude hacer el proceso de duelo con mi viejo, no pude llorarlo. Enseguida nos fuimos al tambo con la vieja porque había unas deudas del BROU que me tenían loco. Luego me endeudé más pero porque adquirí tecnología: puse máquinas de ordeñar y fuimos el primer tambo en mandar leche a granel con un camión enganchado a una zorra, que tenía dos tanques de acero inoxidable y se enfriaban con cortinas de agua. Después pudimos poner unos tanques americanos que enfriaban a 4 grados la leche.
-¿Hacían agricultura?
-Se hacía mucho trigo asociado con alfalfa. La alfalfa para darle de comer a las vacas y hacer fardos. El trigo se vendía. La ración usada era afrechillo y muchas veces maíz. Todo esto fue de 1966 a 1972. En 1971 hice Paysandú: el mejor año de mi vida de estudiante. Me apasioné con la agronomía y la lechería resultó ser el rubro donde más se aplica. En 1987 entré a Conaprole y estuve 10 años, acompañando las presidencias de Antonio Mallarino y Roberto Irazoqui. Había un gran servicio de extensión de agrónomos y veterinarios. Entonces el tambero aquel con la boina llena de pelos de ordeñar contra la verija de la vaca se transformó, y hablaba de materia seca, digestible, calculaba las ganancias de un verdeo. Los tamberos se hicieron famosos por aplicar tecnología. Eran señores productores.
-¿Fuiste testigo de una gran evolución del sector lechero?
-Una evolución gigante. Antonio Mallarino contrató agrónomos y veterinarios para esta extensión: enseñar a productores a plantar praderas, producir, usar otro lenguaje. Y los hijos se iban quedando y seguían la producción, las cuales eran altísimas, casi como en Nueva Zelanda convirtiendo pasto a leche. Al producir predios chicos hay que aplicar tecnología. Los tambos que más invertían eran los que más rentabilidad tenían.
-¿Y qué sucedió con ese establecimiento?
-Me jubilé y en 2002 lo arrendé por 10 años. Luego intenté volver pero ellos siguieron y les fue muy bien porque la leche se fue a 40 centavos. En 2007 aparecieron unos argentinos y me quisieron comprar el campo. La hectárea había pasado de valer USD 600 a unos USD 900, pero yo les pedí USD 3000. Y dijeron que sí. Eran 1000 hectáreas, nunca había imaginado hablar de tanto dinero. Hicimos el negocio, mi hijo Josefo me ayudó mucho, compré un apartamento a cada uno de mis hijos e invertí el resto en distintas partes, con intereses de un 5% a un 7%. Ni muy riesgoso ni muy bajo. Y hoy vivo de eso.
-Y a tus 24 años, Los Andes…
-Un día me llamó mi amigo Gastón Costemalle y me invitó a ir a Chile. Había ganado las elecciones Allende y me gustó ir a ver cómo estaba. Mostrabas un dólar y eras el rey de la noche. Y yo había gastado US$ 40 en el pasaje y llevaba US$ 40 más para pasar de jueves a domingo.
-Has dicho que la vida, a pesar del sufrimiento y el dolor, merece la pena y que para ser feliz hay que merecerla. ¿Es así? ¿Ese es uno de sus mayores aprendizajes?
-Es lo que el hombre busca: ser feliz. Yo luché por una simple razón, y es que tenía 24 años y no me quería morir. La primera sensación luego de la primera noche, donde pasé abrazado de Canessa para no morirme de frío, fue ver el amanecer y a pesar del desastre de estar haciendo un inventario de vivos y muertos tuve el agradecimiento y la alegría de estar vivo. Hasta entonces era un derecho estar vivo, pero ahora había que merecerlo. Yo pensaba: “tendría que estar muerto, pero estoy vivo”. Fue la primera vez que aprecié mi vida así. Luego el alud, que fue lo peor, donde pasamos 3 días y 3 noches enterrados. Cuando cayó y me estaba asfixiando me encontré con mi viejo y me estaba yendo con él, pero Roy Harley saca a Fito Strauch y queda un túnel de oxígeno y vuelvo a respirar. Al tercer día, igual que Jesús, salimos a la superficie. Cuando salimos lo vi en una nebulosa frente a mí y nos dejamos guiar por su mano.
-Todos los sobrevivientes hablan de tu ternura y tu cercanía. ¿Ese fue tu rol?
-Mi rol fue contener. Después de la avalancha me agarré gangrena y no pude caminar más y experimenté la sensación horrible de tener que depender. Arturo Nogueira y el “Vasco” Echavarren, que estaban postrados, le decían a Canessa: “que suerte que tenés que podés caminar”. Pero ahí, los demás me trataron como el más importante: me traían agua y me obligaban a comer que a mí me costaba mucho. Sobre todo Fito Strauch, que fue como una madre para mí.
-¿Cómo seguiste tu vida después?
-Lo que más me importaba y por lo que luché allá arriba, haciendo las cosas más humillantes y desesperadas, era volver a la familia. No hay nada más importante en el mundo que eso. Quería ver a mi madre, quería ver a mi novia Soledad. Me casé a los 8 meses de volver porque quería formar mi familia. Por ahí encontrás el camino de la felicidad, que no se compra, sino que se merece. El real sentido de la vida es dar y darse. Si no, no sos feliz. Pero si lo hacés, encontrás paz, luego la verdad y finalmente la libertad total. Y eso es lo que vivo y disfruto hoy.
-¿Sos feliz?
-Sí, súper. Tengo 3 hijos maravillosos y 9 nietos. Allá arriba escribí en una libretita lo que iba a hacer si sobrevivía, e hice todo. Me casé, nació Josefo, después una rubia y al final una “negrita”. Me fui a vivir al tambo como quería… Mi mujer era montevideana, de Ciudad Vieja, pero allá afuera le tomó amor a las plantas, a las flores y a la tierra. Me ayudaba en todo. Es corajuda, es mi dulce compañera de toda la vida.
-¿En esa libretita no había nada extraordinario?
-Es que escribí lo que la gente hace. No necesitás pasar por Los Andes para querer lo que yo quería. Es lo que todos pretendemos: tener una familia. Ya tendrás oportunidad tú, que sos muy joven. Yo pensaba que el mejor momento de mi vida fue sentir el ruido de los helicópteros arriba de nosotros el 22 de diciembre de 1972, hasta que nació Josefo…
-¿Los límites del ser humano son siempre flexibles, o autoimpuestos?
-Sí. El “no doy más” es falso. Siempre das más. Yo pensaba que no daba más cuando escarbaba luego del alud para sacar al “Gordo” Francois, o a Liliana Methol o a Marcelo Pérez que no llegué… Escarbás rabioso, los dedos te sangran, no podés respirar, pero frenás un segundo y después seguís con la misma furia. Todos los límites se corren. Lo que es inaguantable es la angustia que te da la incertidumbre. Y tenía que controlarla para poder ayudar a los demás. La mente manda, porque para comer no me obedecía la mano, luego no podía abrir la boca y la garganta no me dejaba tragar. La mente me obligó a eso.
-Muchas veces se habla de los valores y lo genuino de la gente de campo o del interior profundo. Salvando muchas diferencias, cuando te quitan absolutamente todo, como les pasó a ustedes allá arriba, ¿aflora lo más lindo del ser humano?
-Tal cual. Cuánto más tenés, menos solidario sos y al revés. Allá arriba, estando solo con mis amigos en la inmensidad blanca, sin nada material para prostituir, te encontrás con el valor de lo más importante. Estás completamente desnudo pero tenés el poder más grande del hombre: el amor, con un comportamiento a imagen y semejanza de Jesús. Las cosas que les vi hacer a esos muchachitos humillados, sucios, con las barbas ensangrentadas de comer carne cruda fueron de una dignidad sublime. Te venían a ayudar cuando no te podías mover, cuando no querías comer, te traían agua… Y la gente de tierra adentro, la gente de campo en buena medida es fiel representante de esto. Trabajan con la naturaleza y no necesitan ni aspiran mucho más. No envidian.
-La del estribo, ¿está al tanto de lo que sucede en el campo? ¿Lo extraña?
-Sí, sobre todo por mi hijo Josefo. Tengo un yerno tambero en Paysandú, veo una ganadería con valores que son excelentes y una agricultura con una evolución tecnológica brutal como la que vi en la lechería. No extraño el campo, pero tengo los mejores recuerdos. Así como recuerdo cuarto año de Facultad en Paysandú, o como he vuelto 7 veces a la cordillera a dejarle flores a mis amigos para honrar su memoria. Pero mi gran orgullo es mi mujer, mis hijos y mis nietos, por los que luché siempre: mi familia.
“Es genial ver la respuesta del hombre siempre... “
-50 años después, ¿cómo logras diferenciar los recuerdos dolorosos de las enseñanzas lindas?
-Fue un proceso gradual. Al principio solo recordaba los momentos dolorosos. Sufrimos humillaciones de todo tipo, en cuerpo, alma y mente y sin ni un segundo de paz. Es genial ver cómo el hombre es capaz de responder siempre. Nos tuvimos que comer los cuerpos de nuestros amigos muertos, ¡pero con qué entereza y dignidad! Hay que honrar la vida que se nos ha regalado. Merecer la vida es vivir feliz. Solo así lográs entrar en esa paz que solo sentí cuando parecía que me moría sepultado. Hubo gente que merecía un premio como Numa Turcatti, que fue mucho más generoso, y en cambio recibió la muerte, o sea que morir no es un castigo y hasta el día de hoy me sigue seduciendo.
-¿A veces en la montaña pensar en morirse era la mejor solución?
-Era un sufrimiento interminable. Y la incertidumbre… El frío era físico, la sed era horrible porque cuando no podíamos derretir nieve comenzábamos a delirar y de noche nos desconocíamos. Pero peor que lo físico es lo mental. ¿Hasta cuándo esto? ¿Y si se terminan los cuerpos como reaccionaremos?
-Pero hay una diferencia entre lo mental y lo espiritual, ¿verdad?
-En lo espiritual teníamos certezas: Dios estaba con nosotros e incluso nos dio la tranquilidad de apreciar la belleza del paisaje. En diciembre, que hacía más calor y nos quedábamos más rato afuera, veíamos una puesta de sol hermosa en la montaña. Desde lo espiritual hubo momentos emocionantes y lindos que son los que recuerdo hoy.