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De encuentros y desencuentros

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Milagros Herrera. 

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Escuché que me llamaban varias veces: “Milagros vamos, no hiciste ni el bolso. Nos tenemos que ir a Montevideo…” Pero no lo oía, no lo quería oír.

¿Cómo me iba a levantar mañana? 

¿Cómo me enfrentaba a un mundo sin campo, sin caballo que ensillar?

Habían pasado tres meses, primero la época de esquila, luego la de los baños de ovejas, también los trabajos con ganado. 

Tres meses. Lo suficiente hasta para cambiar de caballo y más de una vez, de aprender y enfrentar desafíos camperos, mimetizándome cada vez más con el lugar y con la gente, hasta ser parte. Tiempo de establecer una rutina. Amanecer temprano, tomar mate, salir al campo. Volver a almorzar temprano y sestear. Porque lleva un tiempo necesitar sestear cuando uno llega de la capital. Caer seca, agotada, y solo por la actividad de la mañana. Para la tarde las chicharras esperan y los caballos en el corral también. Media mareada por el calor y la siesta, arrancaba la tarde de a caballo, para terminarla ya entre dos luces, y más fresca de a caballo también.

Mate bajo la parra, charlas, historias de hazañas de antes, de gente campera, comentarios sobre las actividades del próximo día. Luego, un baño reparador, comida, e interminables campeonatos de conga con los peones. Antes de acostarme, salir a mirar el cielo. Respirar hondo el aire de la noche de verano y sentir ser feliz, sentir que no hace falta nada más.

Tiempo suficiente a pesar de estar de vacaciones, para distinguir la semana del fin de semana, baños en el arroyo, pesca, caserías de jabalí, visitas que llegan, alguna fiesta de Jineteadas o ida al pueblo.

“¡Milagros, vamos!”

Armé el bolso con un nudo en la garganta. Subí al auto, miré al rededor.... ahí estaba mi yegua reponiéndose para mañana, los perros ya echados en el galpón descansando para mañana, el alero, mi casa... mi casa empezaba a quedar atrás y las lágrimas llegaban sin aviso, corrían sin apuro, pero sin parar.

Pasamos por el pueblo, vi lo de Rodríguez el bolichero, de donde llagaban los caramelos Zabala envueltos en papel de estraza. Pasamos Casupá, donde había sido la última Jineteada el fin de semana anterior, pasamos los siguientes cinco pueblos hasta llegar a Pando, y dejaron de caer las lágrimas.

Lejos estaba aún de resignarme.

Llegar a Montevideo, desarmar el bolso, bañarme sacándome el olor a caballo, la tierra de Cerro Colorado, en una especie de proceso de transformación. La tristeza era tanta que trataba de hacer todo a oscuras para no ver donde estaba, sin hambre me acostaba a dormir. Mañana a la escuela y de túnica. 

Más de una vez entraba mamá al cuarto y dijo: “¿Qué pasa mija? Tiene que ser algo más que irte”. Nunca le pude explicar el desgarramiento que sufrí en cada desencuentro, ni a ella ni a nadie. Mis compañeros de escuela hablaban de playas, de amigos, de juegos... Yo, quería volver a encontrarme con el campo. 

El próximo encuentro sería en Semana Santa y, también el próximo desencuentro... como al decir de Güiraldes en su libro Don Segundo Sombra: …cuando “Di vuelta a mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. Me fui, como quien se desangra”.

Cosas de niños…

Mentira, cosas de la vida, porque aún hoy cuando vuelvo al tranco a hacer el bolso para irme a Montevideo, viene de visita el nudo a la garganta. Seguramente la única razón por la que no llegan las lágrimas, sea porque cuando miro por el espejo retrovisor la cara de mi hijo, sé que están ahí. Me mira con los ojos grandes y le digo “yo sé mijo, yo sé”.

Pablo Mestre
Pablo Mestre

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