Por la mañana del pasado lunes faenaron en Canelones a Quebracho, el caballo con el que Miguel Ángel Cotto, de Sarandí del Yí, junto a Eduardo Abreu recorrió las 19 capitales del país entre el 20 de febrero y el 28 de abril de 2015. Quebracho, Criollo de Gaggero, tatuaje 380, había sido prestado por Waldemar Carreño para completar aquella marcha histórica y se había convertido en el animal emblemático de la travesía. Hoy, su muerte sacude a quienes conocieron su historia.
Miguel Ángel todavía está en shock. Este martes se enteró de que Quebracho, el caballo con el que había recorrido las 19 capitales del país en 2015, fue faenado ayer en Canelones. “Cuando me enteré, mi Dios querido… me partió el alma. El actual dueño del caballo nos contó llorando”, dijo. La noticia le llegó de golpe, sin aviso, y aún no logra procesar que aquel animal noble, compañero de una de las gestas ecuestres más recordadas del país, haya terminado así, en un episodio brutal que lo dejó sin aliento.
Quebracho no era cualquier caballo. Criollo de Gaggero, tatuaje 380, nacido en agosto de 2002, había llegado a la vida de Cotto como un salvavidas en plena marcha. Un día de aquel verano de 2015, dos de los caballos que llevaba se lastimaron y hubo que reemplazarlos. Desde la cabaña de Mackinnon apoyaron con otros animales; pero el tercero, el decisivo, llegó por un gesto generoso. “Don Waldemar Carreño me lo prestó. Me dijo: ‘Tengo un caballo que te va a servir’. Y era un tractor. Una estructura impresionante, un caballo bárbaro y de muy buena marcha”, recordó. “Con él salí y con él llegué”.
La relación entre hombre y caballo se fue haciendo a fuerza de kilómetros. “Era un pan de Dios. Mansito, mansito. Y entre persona y caballo se forma un vínculo muy grande”, repitió Cotto, como si quisiera sostener a Quebracho un rato más en su memoria. Después de la travesía, sin embargo, el destino del animal tomó otros rumbos. Carreño, con demasiados caballos en su predio, decidió vender algunos, entre ellos a Quebracho. Se lo ofreció primero a Miguel, pero él no podía aceptarlo. “Con el dolor del alma tuve que decir que no. No tenía campo donde echarlo”.
El caballo fue entonces adquirido por un hombre mayor de la zona de Mansavillagra, Florida, que lo compró “por tenerlo, por guardar la reliquia”. Tiempo después, ese propietario lo vendió a un muchacho de Capilla del Sauce dedicado a la compra y venta de caballos. Ese productor, sin saber que ya había sido ofrecido a Cotto, volvió a contactarlo. “Tuve que explicarle lo que me pasaba. Yo siempre dije que ese caballo era garantía. Mansito y excepcional”.
La historia continuó su curso. El vendedor lo publicó como “el caballo de la marcha de las 19 capitales”, y apareció un comprador de Canelones, Héctor Caraballo, quien incluso llamó a Cotto para conocer detalles del animal. “Lo quería para andar, para desfiles de los chiquilines. Estaba chocho con el caballo”, contó. Quebracho estaba bien cuidado, gordo, impecable. A Cotto le llegaban fotos cada tanto, mensajes de gente que lo reconocía y celebraba su porte. “Siempre me decían: ‘Vi tu caballo, qué bien está’”.
Hasta que llegó la noticia amarga. “Me dijeron que lo mataron a puñaladas, cinco puñaladas. Que lo faenaron, que le sacaron la carne”, relató, y se hace un silencio pesado. La zona (Paso de la Cadena, Canelones), dijo, “está muy brava”, pero nada justifica esa muerte. “Me duele por el fin que tuvo. Me duele muchísimo”.
En la memoria de Cotto, Quebracho sigue vivo: el caballo noble, potente y calmo que lo acompañó por todo el país, que resistió días largos de marcha y devolvía cada gesto con mansedumbre. Un caballo que se convirtió en símbolo de una aventura y que, por esas vueltas tristes del destino, terminó lejos de la épica que lo hizo conocido.
El caso de Quebracho se suma a una serie de episodios que vienen encendiendo alarmas en el interior del país. Productores y vecinos denuncian un incremento sostenido del abigeato, la faena clandestina y los hechos violentos asociados , especialmente en zonas rurales de Canelones, Florida y Lavalleja. Las gremiales advierten que el fenómeno ya no se limita a la pérdida económica: afecta la seguridad de las familias, altera la vida comunitaria y, como en esta historia, borra de un tajo símbolos profundamente arraigados en la identidad rural uruguaya.