"Del agua hay que ocuparse cuando hay, no cuando no hay” remarcó el Presidente Lacalle Pou durante su visita en la Expo Activa. Ello es fundamental para evitar cobrar al grito y diseñar políticas de estado que no se encuentren condicionadas por la emergencia o la inmediatez.
Sin embargo, hace exactamente un año, ante ese mismo foro, la posibilidad de desarrollar un plan nacional de riego ya tomaba protagonismo. Allí, Regadores Unidos del Uruguay y Ceres apoyaban una propuesta basada en el Superbono italiano, para desarrollar un programa nacional de riego tan disruptivo como la propia Ley Forestal.
Sin embargo, el período de gobierno va concluyendo y a pesar de recibir el visto bueno de partidos políticos y otras organizaciones, lamentablemente no se ha avanzado en el tema. Si bien el mecanismo no fue el más adecuado, añoramos la ejecutividad que aportó la LUC en los primeros meses de gobierno. Ahora vemos un ejecutivo más cómodo, pero con menos rebeldía, quien reconoce la lentitud para generar cambios, pero no la enfrenta. Ello nos convoca a seguir machacando con esta propuesta.
¿Por qué el modelo del Superbono?
El Superbono supone un cambio en la política actual de apoyo a las inversiones, donde en lugar de otorgar subsidios a las grandes empresas vía devolución del impuesto a la renta, se ejecuta mediante tres vías: deducción directa, transferencia de crédito fiscal desde una institución financiera o descuento en la factura por parte del proveedor de servicios; verdaderos agentes de cambio y partícipes de la próxima revolución productiva.
El principal efecto del Superbono es democratizar el acceso a los subsidios, facilitando el apoyo a proyectos de inversión de pequeños y medianos productores. Esta modalidad, que no necesariamente implica una mayor renuncia fiscal, podría ser canalizada por el sector financiero y la Comap, de forma de otorgar financiación y apoyo a las inversiones mediante un sistema de ventanilla única. Ello no solo permite reducir la burocracia (un pedido adicional realizado por el Presidente), sino que podría dinamizar la inversión en riego y potenciar el rol del BROU como banca de fomento, quien en realidad ha sido precursor en la creación de líneas de crédito de largo plazo para sistemas de riego.
No debemos olvidar el largo y tedioso proceso de 2 años que debe atravesar una empresa para acceder al apoyo para su proyecto Comap. Ello crea una primera barrera de entrada para pequeños productores, quienes no cuentan con medios propios o recursos para contratar consultoras. Luego se debe sumar el proceso de aprobación del crédito, el cual depende en gran medida de los flujos proyectados, condicionados en muchos casos por la aprobación de la propia Comap. Parece ilógico entonces que estos dos procesos se encuentren desincronizados y corran por carriles separados.
¿Por qué dar prioridad al riego de pequeños productores?
Las virtudes de desarrollar el riego son innegables. El aumento de la productividad genera “un segundo piso”, el cual reduce el riesgo climático, incrementa la productividad, estabiliza la producción y viabiliza las unidades productivas de menor escala.
Sin embargo, la importante inversión que requiere el riego resulta inaccesible para una gran cantidad de productores, puesto que el usufructo de la ley de inversiones se encuentra mayoritariamente vinculado a grandes empresas, quienes son capaces de licuar una mayor proporción de los montos invertidos vía devolución del IRAE.
¿Resulta éste un diseño óptimo para promover la inversión? ¿Cuál debería ser el rol del estado?
Parecería ser hora de realizar un serio revisionismo de la estructura tributaria y la política de inversiones. Quizás las masivas manifestaciones del sector rural europeo sirvan como llamado de atención. Mientras que allí se han desencadenado expresiones de descontento que trascienden fronteras, producto de una reducción de subsidios y exigencias ambientales algo ridículas, aquí los pequeños productores rurales, carentes de mecanismos para aliviar parte de su carga tributaria, funcionan como verdaderas esponjas del IVA generado a lo largo de la cadena agroindustrial. Así mismo, las calles europeas están tomadas por tractores, debido a una pequeña reducción en el subsidio al gasoil, sin embargo, aquí no solo no lo subsidiamos, sino que debemos pagar un insólito sobreprecio (vía fideicomiso del gasoil) como una transferencia directa del sector productivo al transporte metropolitano. Nótese que la eliminación de este fideicomiso posicionaría al gasoil uruguayo incluso por debajo del precio medio mundial.
Festejamos que un sector como el agropecuario, con las dificultades para organizarse por su dispersión geográfica y menor tradición activista, haya logrado este nivel de movilización. Sin embargo, debemos tomar como ejemplo lo bueno y no así lo malo. Nuestro ruralismo, contrapuesto a la postura europea, presenta una lista de reivindicaciones liberales y aperturistas, promoviendo un estado ágil y eficiente que no ahorque al pequeño productor.
Hace algunas semanas durante la exposición de Agro en Punta, un panelista europeo reconocía que los subsidios alcanzan hasta un 50% del ingreso de los productores, generando una dependencia crónica a las subvenciones estatales. A diferencia de este ruralismo en muletas que generan estas políticas asistencialistas, el sector agropecuario uruguayo, a pesar de los embates climáticos de los últimos años, una pesada estructura de costos y algunos signos de estancamiento producto de la falta de competitividad, goza de relativa buena salud.
En este contexto, el Superbono podría significar una interesante herramienta capaz de apuntalar las políticas de apoyo al sector productivo y en particular, al sector de las Pymes, principal motor de la economía y el empleo. Este innovador instrumento podría motivar una verdadera revolución productiva a nivel nacional, aunque su diseño simple y eficaz sería fácilmente aplicable a otros rubros estratégicos del país.