Publicidad

Nostalgias tributarias

Pablo Carrasco.jpg
CAMILA_ALDABALDE

Quienes pertenecemos al sector agropecuario entendimos el 1º de marzo del 2020 que la prioridad que tenía el campo para que se le atendieran las distorsiones impositivas sería baja. La situación macroeconómica que este gobierno heredó y sus urgencias agravadas por la temprana pandemia, volvieron irracional y poco patriota quejarse.

Teníamos claro que el gobierno era consciente de la abrumadora mayoría de impuestos ciegos a la tierra como siendo un problema para un sector del que se espera mayor inversión/crecimiento porque es aquí, en el agro, donde cada dólar se convierte en seis para el resto de la sociedad.

Pero tampoco estaba en los planes, ni del gobierno ni de los productores, que se aumentara la presión tributaria de una manera tan intensa y exclusiva sobre el sector exportador.

Y es lo que ocurrió aún en una de las mejores conducciones económicas que recordamos para nuestro país. Sin querer discutir las razones, el atraso cambiario reconocido por el propio Banco Central durante los últimos años tuvo como daño colateral no buscado, el aumento de los impuestos que gravan la actividad agropecuaria a un nivel que tuguriza a uno de los sectores más importantes de nuestra economía.

Los ingresos de los exportadores son en dólares y sus impuestos se pagan en pesos y eso debería ser suficiente para entenderlo, pero la magnitud puede apreciarse mejor con los datos ya cerrados durante esta gestión.

Tomando dos impuestos simples como ejemplo, se puede observar que los aportes patronales al BPS aumentaron en dólares corrientes 3,2% en 2021 respecto al año anterior, y siguieron aumentando, creciendo 9,6% en 2022 y 17,7% en 2023. La recaudación de la Contribución Inmobiliaria Rural aumentó, en dólares corrientes, 6,1% en 2021 respecto del año anterior, 14,1% en 2022 y 17,7% en 2023.

Esto ocurrió sin que se cambiaran las reglas tributarias y con independencia absoluta de los devenires del negocio. Esta muestra alcanza para imaginar lo que sucedió con los demás impuestos.

Frente a esta realidad resulta imprescindible desacoplar la presión fiscal de los caprichos del tipo de cambio y a continuación mi propuesta.

La ley 13637 del 21 de diciembre de 1967 creó el impuesto a la producción mínima exigible (IMPROME). El ministro de la época era el señor Wilson Ferreira Aldunate.

Hoy parecería insólito, pero el espíritu de la ley era estimular la inversión y la producción agropecuaria mediante un impuesto. Un impuesto en el que pagaba más quien producía menos o menos invertía.

La producción esperada en carne vacuna, ovina y lana era el promedio del país y sobre esta producción se aplicaba una alícuota. Una forma de fijar la cantidad de producto primero, su precio después y el % de esta producción a pagar por último. Un verdadero blindaje de los vaivenes cambiarios.

Seguramente al lector le resulte una fantasía que al estado le interese más la inversión que la recaudación y es por eso que la ley original preveía como opciones equivalentes, el pago al estado en dinero o la compra de semillas, fertilizantes, aguadas y otras mejoras. El autor de esta columna recuerda las agotadoras jornadas de descarga de fertilizante de los vagones de AFE en la estación Nico Pérez. Un milagro para la época.

Lo que Wilson entendió en su época es lo que aún hoy los políticos no han asimilado. La contribución del agro a la recaudación fiscal es marginal, pero puede hacer explotarla por su inevitable derrame. ¡Se extrañan aquellos políticos!

[email protected]

Publicidad

Publicidad