Al costado del camino sin luminaria ni cartelería, los boliches de campaña abren sus puertas a los paisanos del pago y a los visitantes de paso. José María Delfino Díaz, “Pipo”, es un bolichero de toda la vida. Hace más de 60 años está detrás del mostrador del bar y provisión El Tanque, el boliche de pueblo Goñi, en Florida, a 20 kilómetros de la ciudad de Durazno. Pipo tiene bastantes más anécdotas que años y es un punto de referencia y de encuentro del pueblo. Sigue fiando, no atiende números desconocidos, duerme entre tres y cinco horas diarias y trabaja los 365 días del año. Esta es su historia.
Llegó a Goñi con cuatro años y nunca más se fue. Es de Costas del Yí, de Rincón de los Camilos, pero el 1° de abril de 1958, hace 64 años su padre compró el boliche. Fue su madre, Aurora Gregoria Díaz, la que le insistió a su padre, Edward Delfino, que comprase el boliche porque él lo quería alquilar. Durante los primeros años su padre viajaba en una yegua colorada y se vivía unos días en cada lado.
A su madre la recuerda como una tigra. “En casa mandaba ella. Yo tenía más de 20 años y si quería decir algo no podía”, contó. “Cuando nos sentábamos a comer y me veía cortar el vino me decía que no sea maricón, que el vino no se cortaba. Ella escondía el vino abajo de la cama. En todas las habitaciones tenía una jarra. Era una tigra la vieja”, comentó.
Su padre, agregó, era un “timbero fino”. Una vuelta le timbeó las 300 ovejas que tenía Aurora en Durazno y las perdió. La jugada le costo la expulsión de la casa. A los tres días volvió a jugar y ganó 900 ovejas. “Le repuso las 300 a mamá y arrendó 300 cuadras de campo. Mamá tenía un pedacito chico, 48 hectáreas y no alcanzaba para todas. Papá era fino para la timba y siguió jugando...”, recordó.
A los 17 años comenzó a trabajar en el bar, un poco por lo mal que le iba en los estudios y otro poco porque su padre estaba muy enfermo del corazón y necesitaba ayuda.
En 1976, cuando faltó su padre, se quedó solo con su madre y a los 22 años debió hacerse cargo del boliche. Son cinco hermanos, de los cuales hoy quedan tres, pero ninguno quiso quedarse en Goñi. Tiene un hermano mellizo que trabaja en el campo en Bella Unión. “Mi padre siempre decía que el boliche no daba para dos y bueno me quede yo. Siempre me gustó el comercio, el boliche y el bar”, contó.
Noches de folklore sí, desfile de payadores, borracheras unas cuantas y anécdotas en pala: “en casi 50 años detrás de este mostrador no hay lo que no haya visto”, dijo.
Goñi, contó, es un pueblo “tranquilo y divino”. No llega a los 500 habitantes y es toda gente de campaña. Nunca hay robos, alguno de vez en cuando y “de casualidad”. “En más de 60 años jamás pasó nada, nunca me ha faltado nada y nunca me robaron”, expresó.
De todas formas, extraña la tranquilidad de antes, dejar abiertas las ventanas de par en par; la época en la que no solo la gente de Goñi era sana.
Pipo no se toma licencia, no tiene días libres, ni sale del pueblo: “estoy acá los 365 días del año”. Y si algún día no está, todo el pueblo sabe que vive en la casa de la esquina de la siguiente manzana. Lo van a buscar y le tocan la puerta porque saben que no atiende números desconocidos.
De vez en cuando viaja a Montevideo a visitar a su hijo y siempre lo llaman: “‘che tarao, ¿dónde estás? Vení que tamo afuera’. Y ya me quiero volver porque extraño”. “Siempre estoy metido acá, pero porque me gusta nomás. No cierro nunca. Estoy de domingo a domingo. Todos los días. Y si salgo un rato me van a casa a buscar”, contó.
Cierra el boliche muy tarde; a las cuatro o cinco de la mañana y a las nueve y poco ya está abierto. Duerme tres, cuatro o máximo cinco horas diarias. “Con tres o cuatro horas de sueño ya está; no preciso más”, contó.
En Goñi, aseguró, todavía queda gente sana y honesta. Por eso Pipo es de los bolicheros que sigue fiando. Tiene más 20 libretas con anotaciones de diferentes clientes que religiosamente al mes y medio le pagan. “La gente acá es honesta, siempre hay alguno… pero es toda gente buena. Al mes o a los dos meses está la plata. Siempre hay alguno que se va y que Dios lo ayude”, expresó.
Y resaltó: “La gente que me queda debiendo la tengo anotada en otro libro, pero esa es solo para mi cabeza… también hay de la otra gente que vuelve a los dos o tres años a pagarme y me dicen que les ponga intereses”.
A los 28 años se casó y al poco tiempo enviudó, pero tuvo un hijo que tenía 15 meses cuando perdió a la madre. Matías, hoy de 38, se crió en el mostrador del bar, con la ayuda de la madre de Pipo y los vecinos.
Al tiempo tuvo dos hijos más: Nicolás y Milagros. También tiene tres nietos.
Nicolás trabaja en el Correo en Durazno; y “Milagritos”, de 20, estudia abogacía de forma online. “Ella está en silla de ruedas y es un bocho: una luz”, contó.
Al fondo del boliche todavía está el pozo de agua con el balde y las dos cadenas para enfriar la bebida: “cuando éramos chicos corríamos con mi hermano con baldes de 20 litros para enfriar las botellas. Acá había un tanque con agua fría. No había heladera. Al tiempo mi padre trajo una heladera a kerosene que no daba abasto, pero se tomaba igual”, dijo.
“El Tanque”, por los tanques de OSE que están en la esquina, es un boliche de ramos generales, se vende de todo y mucho más. Pipo ha llegado a atender hasta 60 personas solo.
Eran poco más de las 10 de la mañana de un domingo y Pipo se preparaba el primer whisky del día. “No me voy hacer el santo contigo, tomo todas las mañanas”, me dijo.
La charla se vio varias veces interrumpida por la llegada de clientes que miraban con cara desconfiada y Pipo les susurraba con poco disimulo: “es la muchacha del diario El País que vino a hacerme una entrevista”.
Los clientes, todos vecinos, entran al boliche tanto por la puerta delantera, como la del costado o la trasera, porque acortan camino atravesando el campo. Algunos llevaban huevos, otros preguntaban por pan fresco -que por supuesto tenía en un cajón bien cerrado-, otros llevaron ravioles, algunas bebidas, cigarros y hubo quien recargó su botella de plástico con el vino de la damajuana.
Tiene una artritis en las manos que a veces le duele, pero no puede hacer mucho porque los médicos le dijeron que no puede tomar, cosa que igual.
Le gusta mucho la política. Comentó que siempre hay buenos y malos momentos, y que “este hombre” (haciendo referencia al presidente de la República Luis Lacalle Pou) “agarró las cagadas de atrás”.
Es colorado, batllista, quincista, pero su madre era “blancaza”. “Mamá era blanca a muerte, pero papá colorado. Él tenía un cuadro de Luis Batlle y la vieja se lo pintó todo: ‘morite viejo podrido’, le puso”, recordó entre risas.
Y siguió contando: “Una vuelta vinieron unos políticos colorados, comían cordero asado abajo de un tala que sigue estando y mamá me decía: ‘vaya con los colorados podridos’ y se escondía adentro de las casas. No saludó”.
Pipo tiene un teléfono como los de antes. No le interesa el Whatsapp, ni sacar fotos y mucho menos Internet o las redes sociales. “Veo gente que viene y solo mira el celular. Yo les digo: ‘che vamo hablar algo’ y ellos solo se ríen mirando la pantalla, escriben, foto pa’ acá, fotito pa’ allá. A mi me gusta conversar, no tengo tiempo de mirar el teléfono tampoco. Los lunes vienen los viajeros y me llaman, pero si no conozco el número no atiendo”, contó.
Recordó los tiempos de pandemia y, por supuesto, tenía una anécdota. “Vino de Sarandí la Policía porque éramos 32 personas acá adentro. ‘¡Ay Pipo!’, decía la Policía, ‘tenes una denuncia trata de cerrar ya. Vamos a identificar solo a dos. Cierre Pipo, cierre’. Y yo salí pa’ afuera y decía: ‘¡es que no lo puedo con la gente!, les digo que se vayan y no se quieren ir’. Todo mentira, pero por lo menos me salve de la multa”, cerró.