En el km 47 del camino que une Melo con la estancia “San Alberto”, en Palleros, hay una pequeña construcción amarilla que parece surgida del paisaje profundo de Cerro Largo: la Capilla Nuestra Señora de la Rueca. Para los vecinos de la zona, ese lugar es mucho más que un punto de fe. Es un gesto de agradecimiento, un símbolo de identidad y una herencia familiar levantada con la misma dedicación con la que, durante décadas, se hiló y se tejió la historia de la industria textil uruguaya.
La capilla fue construida hace 25 años por iniciativa de Stanislas Steverlynck, como una forma de agradecer a Dios por todo lo que la fábrica textil —fundada por su padre en 1932— dio a la familia y a cientos de trabajadores. Pero también como respuesta a una preocupación que atravesó generaciones: la lejanía de la Iglesia para quienes vivían y trabajaban en el campo.
La inauguración, celebrada a principios de 2001 y registrada por la prensa nacional, fue una fiesta que convocó al barrio rural. En aquel entonces, el obispo de la diócesis de Melo y Treinta y Tres, monseñor Luis del Castillo, viajó especialmente para celebrar la misa inaugural. “Estos lugares son donde marcamos la presencia de Dios”, dijo en la ceremonia, subrayando el valor social de esa pequeña iglesia levantada en medio de la campaña.
De los telares a los muros de una capilla
La historia de la familia Steverlynck está estrechamente ligada al textil desde mucho antes de que existiera La Rueca. “Mi bisabuelo exportaba tela para Sudamérica”, recordó Rafael Steverlynck. Ese oficio llevó a su abuelo a Argentina, luego a Uruguay, y finalmente a fundar en Montevideo, en 1932, una fábrica que marcó una época. Tres generaciones trabajaron en ella hasta que los cambios globales del mercado —principalmente la competencia china— obligaron a cerrarla.
Fue entonces cuando Stanislas, ya con más tiempo dedicado a la estancia San Alberto, sintió la necesidad de agradecer. “Me gustaría el reconocimiento de todo lo que nos dio la fábrica”, repetía. Así nació la idea de construir una capilla y dedicarla a la Virgen de la Rueca, en referencia directa al símbolo más íntimo del universo textil y a la familia.
La construcción fue un proyecto profundamente artesanal. Stanislas encargó el diseño a un arquitecto, y la obra quedó en manos de Wilson, un trabajador de la estancia capaz de construir, reparar, electrificar y “hacer de todo”. Con la ayuda de uno o dos peones más, levantaron el edificio en cinco o seis meses.
La decoración interna habla, todavía hoy, de la identidad textil: el pie del altar, los candelabros hechos con conos de teñir hilados, los bancos sencillos, y un detalle que sorprendió incluso al obispo en la inauguración: las imágenes de la Virgen María, San José y la Cruz. Se trata de moldes de yeso diseñados y construidos por el escultor español Pablo Serrano, uno de los nombres más importantes del arte iberoamericano del siglo XX. Una muestra de sensibilidad artística que dialoga con la sobriedad rural del entorno.
"Dios está un poco más cerca"
Así tituló el diario El País su crónica de la inauguración en enero de 2001. Y la frase se convirtió, con el tiempo, en la descripción más justa para entender por qué esta capilla sigue viva.
Más allá del significado religioso, La Rueca nació como un modo de acercar a la gente de la zona a un espacio comunitario. Antes, para misa, bautismo o catequesis, había que viajar a Melo o a pueblos vecinos. Con el paso de los años, la capilla cumplió ese objetivo:
—Hubo bautismos de hijos y nietos de trabajadores de la estancia y de vecinos.
—Se dieron catequesis y primeras comuniones para chicos de la zona.
—Incluso se celebró allí el casamiento del encargado de una estancia vecina.
Son señales contundentes de que la capilla se convirtió en un punto de reunión, en un lugar donde la vida rural encontró un espacio para celebrar lo cotidiano y lo trascendente.
Veinticinco años después: un nuevo impulso
Un par de sábados atrás, la familia Steverlynck, amigos, vecinos de Palleros y gente de Melo se reunieron nuevamente para festejar los 25 años de la capilla. La foto actual resume el paso del tiempo: la fachada amarilla impecable, los vitrales azulados, la campana al viento y un grupo grande de personas que llega, como siempre, atraído por la fe, por la historia y por el afecto.
“Queremos reactivar las misas. La idea es hacer dos o tres por año, y también charlas para la comunidad”, contó Rafael. “Queremos que la gente se acerque, que esto siga siendo un punto de encuentro”.
La capilla de La Virgen de la Rueca volvió a latir. Después de algunos años sin actividad regular —entre distancias, trabajo y pandemia—, el aniversario marcó un nuevo comienzo. Ya se coordinó con el párroco de Melo para mantener una frecuencia mínima de celebraciones, y en San Alberto hay una persona encargada de avisar, invitar y organizar cada actividad.
El espíritu con el que Stanislas Steverlynck la soñó continúa: un sitio de agradecimiento, de unión y de identidad. Un recordatorio de que el trabajo dignifica, de que la fe acompaña y de que la comunidad es más fuerte cuando tiene un lugar donde reunirse.
A lo largo de un cuarto de siglo, la Capilla de la Virgen de la Rueca demostró que aquello que motivó su construcción no solo se cumplió: se multiplicó. Lo que empezó como un acto de gratitud familiar es hoy un espacio que pertenece a todos, donde la vida rural encuentra cobijo, celebración y continuidad.
En un rincón de Cerro Largo, en medio del campo, Dios está —como decía aquel viejo titular— un poco más cerca. Pero también lo están los vecinos entre sí, unidos por una capilla pequeña, luminosa y cargada de historia.