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La despedida más insólita: la historia del hombre que enterró su camión

Durante casi seis décadas, Alcides recorrió cada rincón del país al volante de su camión. Fue carnicero, hornero, cosechador, y sobre todo, camionero de alma. A los 91 años, con la memoria intacta y el cuerpo "de fábrica", decidió enterrar el camión que lo acompañó toda una vida. Esta es la historia de un hombre que le puso ruedas al trabajo y enterró su historia con la dignidad que solo da el camino andado

Alcides nació en 1934, en una zona rural cercana a Cosmopolita, en Colonia. Era el mayor de siete hermanos, y desde chico supo lo que era el trabajo duro. Como primogénito, le tocó cuidar a los más chicos y arrimar el hombro en cada tarea. Hoy vive en Nueva Helvecia está a unos pocos kilómetros, donde aún descansa bajo tierra el camión que lo acompañó buena parte de la vida.
Alcides nació en 1934, en una zona rural cercana a Cosmopolita, en Colonia. Era el mayor de siete hermanos, y desde chico supo lo que era el trabajo duro. Como primogénito, le tocó cuidar a los más chicos y arrimar el hombro en cada tarea. Hoy vive en Nueva Helvecia está a unos pocos kilómetros, donde aún descansa bajo tierra el camión que lo acompañó buena parte de la vida.<br/>
Manuela García Pintos

Por más que uno lo escuche durante horas, la historia de Alcides Ravel no se termina nunca. La suya es una vida que se cuenta entre los baches de la ruta, el olor a queso recién hecho, el ruido seco de una piedra rompiendo el parabrisas, y el sol bajando detrás de un arroyo crecido. Alcides tiene 91 años y una memoria prodigiosa, intacta como la máquina que manejó durante casi seis décadas. Dice que está “de fábrica”, sin operaciones, sin prótesis, con la columna derechita como cuando repartía carne en un carro tirado a caballo. A esa época, la recuerda con un dejo de cariño.

Alcides nació en 1934, en una zona rural cercana a Cosmopolita, en el departamento de Colonia. Era el mayor de siete hermanos, y desde chico supo lo que era el trabajo duro. Su padre tenía un matadero y también ordeñaban vacas para hacer queso, descremar y vender leche. “Se hacía de todo en el campo”, recuerda. Como primogénito, le tocó cuidar a los más chicos y arrimar el hombro en cada tarea. Hoy vive en Nueva Helvecia, y su campo -ese que pudo comprar con el sudor de años en la ruta- está a unos pocos kilómetros, donde aún descansa bajo tierra el camión que lo acompañó buena parte de la vida.

Pero fue una bicicleta lo que marcó el principio de todo. A los 18 años, después de trabajar como cosechador de bolsas en los campos, juntó moneda a moneda para comprarse una usada. “Cosechamos 500 cuadras, antes se decía cuadra, ahora le dicen talla, para juntar lo que valía la bicicleta. Me costó 185 pesos, y encima le tuve que poner el dinamo y la luz, 15 pesos más”. Aquella bicicleta, maltratada por el tiempo, todavía la tiene. “Por arriba de esa bicicleta habrán pasado como 500 negros”, dice entre risas. Es su primer recuerdo de libertad.

El primer rugido del motor

Años después, con los ahorros y la venta de un tractor que usaba para pisar barro en el horno de ladrillos que tuvo durante cinco años, Alcides compró su primer camión: un Ford F6 del año 51. “Ahí arranqué como camionero. Era el año 59. Manejé hasta los 77 años. Son 56 años manejando camiones. Conozco todo el país. He ganado de todo: buena plata y malas pasadas, porque la ruta tiene de todo”.

Recuerda con detalle un viaje a Artigas transportando una topadora. “Salimos a las nueve de la mañana y llegamos al otro día a las ocho. Veintitrés horas de viaje, por caminos de balastro, de los de antes. No lo podía creer”. El brazo, cuenta, ya no lo sentía. La ruta era una batalla diaria. “Cuando tenés plata, sos rey. Pero si andás pelado… sos un perro callejero”, suelta, mirando al vacío, como buscando entre las piedras algún recuerdo que no se le haya escapado todavía. Con aquel Ford, hizo de todo. Cargó ganado, vino adulterado de bodegas abandonadas en Bella Unión, y hasta paja de trigo para las papeleras, cuando las celulosas no usaban leña. “Todo a mano. No había montacargas. Los palos los cargábamos nosotros. Las manos de los montaraces eran como pezuñas de caballo”.

Alcides habla de las carreteras como quien recita la geografía de su cuerpo. “Melo a Montevideo eran 400 kilómetros. En menos de 12 horas, no lo hacías. Los puentes eran angostos, de uno solo. Tenías que parar, mirar, y largar despacito”. En la ruta 7, donde estaba el repecho de Cerro Las Cuentas, tuvo que bajarse del camión con su acompañante para poner un taco de madera. Si el camión se iba para atrás, se caía al puente. “Los camiones frenan para adelante, no para atrás. Las cintas están hechas al revés. Pero salimos, subimos”. También se salvó dos veces del tren. Una en Casupá, cuando la ruta cruzaba la vía. El camión le hizo una tijera y quedó encajado justo sobre las vías. “El maquinista lo vio de lejos. Nos salvamos por un pelo”. La otra fue de noche, también en Reboledo. El tren venía sin luces. “Frené y lo saqué de la vía. Pero si le daba al remolque, no la contábamos”.

Durante años, el camión fue su casa. “Tuve un Dodge, pero no era lo mismo. El otro, el que enterré, era un camión de lujo. Cabina hermosa, radio, todo. Me ayudó a criar a mis hijos, a comprar campo. Tenía 200 cuadras. Me ayudó a vivir”.

En uno de esos viajes, cargando vino de Bella Unión, la lluvia lo obligó a dormir en la cabina, sin comida, sentado toda la noche. “Cuando llegamos a una panadería, nunca en mi vida comí pan más rico. Era el hambre”. Otra vez, en la balsa de Mercedes, el camión quedó colgado del eje. “Casi nos vamos al agua. Los negros de la balsa estaban mamados. Fue por milagro”.

Y si algo caracteriza la vida de Alcides, es que nunca se entregó. “Siempre que empezaba algo, me iba mal. Pero nunca me entregué. Ni cuando compré un campo y el agrimensor me dijo que estaba construyendo en terreno ajeno. Levantamos todo y lo hicimos más grande”.

El entierro

En 2017, Alcides cumplió su promesa. Enterró su camión. Sí, lo enterró. En su campo, con lápida de fierro y todo. “Siempre dije que cuando dejara de trabajar, lo iba a enterrar. No quería que terminara en un desarmadero. Quería hacer justicia en vida. Porque de muerto, ya no se puede”.

Su esposa Edith -con quien compartió más de medio siglo de amor- no podía creerlo. “¿Vos estás loco?”, le dijo. Pero lo acompañó. “El periodista que me acompañó me dijo: ‘Vamos a ser famosos los dos’. Y sí, porque nadie en el mundo ha enterrado su camión”.

En 2017, Alcides cumplió su promesa. Enterró su camión. Sí, lo enterró. En su campo, con lápida de fierro y todo. “Siempre dije que cuando dejara de trabajar, lo iba a enterrar. No quería que terminara en un desarmadero. Quería hacer justicia en vida. Porque de muerto, ya no se puede”.
En 2017, Alcides cumplió su promesa. Enterró su camión. Sí, lo enterró. En su campo, con lápida de fierro y todo. “Siempre dije que cuando dejara de trabajar, lo iba a enterrar. No quería que terminara en un desarmadero. Quería hacer justicia en vida. Porque de muerto, ya no se puede”.
Manuela García Pintos

La noticia llegó hasta Norteamérica. “Un rematador me dijo que un amigo suyo en Estados Unidos había escuchado de un viejo que enterró su camión. Era yo. Me sacaron una foto y se la mandaron”.

El retiro no fue por decisión propia. “No me dieron más la libreta. Había sacado la última en el 74. Después, ya no te dan más para manejar camiones. No se puede andar sin libreta”. Su último viaje no lo recuerda con precisión. “Ya hacía viajes cortos, porque el camión estaba viejo”. Pero a pesar del retiro, de los años y del cuerpo que ya no responde como antes, Alcides no se queja. “Soy un agradecido de la vida. Con 91 años, no tengo operación, nada. Claro que me falta fuerza. Pero nunca tuve un choque. Nunca un vuelco. En casi 60 años de manejar”.

Ahora, pasa los días mirando un poco de tele, escuchando la radio y leyendo el diario con sus lentes. Echa de menos los bailes de los abuelos, sobre todo desde que se quebró el talón de Aquiles con un poste y su esposa falleció. “Eso me mató. El baile te da vida. Te mantiene ágil, conocés gente. Si te quedás entre las casas, no conocés a nadie”.

El camión vive bajo tierra. Ahí está, enterrado en su campo. Con su chapa, su motor, sus recuerdos. “Fue mi compañero. No lo iba a vender para que lo hagan pedazos. Lo enterré como a un amigo. Porque eso fue. Un amigo fiel”.
El camión vive bajo tierra. Ahí está, enterrado en su campo. Con su chapa, su motor, sus recuerdos. “Fue mi compañero. No lo iba a vender para que lo hagan pedazos. Lo enterré como a un amigo. Porque eso fue. Un amigo fiel”.
Manuela García Pintos.

El camión vive bajo tierra. Ahí está, enterrado en su campo. Con su chapa, su motor, sus recuerdos. “Fue mi compañero. No lo iba a vender para que lo hagan pedazos. Lo enterré como a un amigo. Porque eso fue. Un amigo fiel”.

Y uno entiende. Porque en la voz de Alcides hay más que palabras: hay polvo, hay grasa de motor, hay ruido de piedras en la carrocería. Hay kilómetros. Muchos. Y hay una dignidad enorme, la de los que construyeron su vida con trabajo. De los que fueron jóvenes y aprovecharon cada oportunidad. De los que supieron cuándo parar, y cómo cerrar el ciclo.

Afuera, el mundo sigue girando. Pero en su campo, bajo tierra, duerme un camión que no será olvidado. Y en la memoria viva de Alcides, se guarda un país entero.

Es Licenciada en Comunicación, egresada de la Universidad ORT en 2017. Trabaja en Rurales El País, sección a la que ingresó en agosto de 2020. Antes fue periodista agropecuaria en El Observador y productora en el programa radial Valor Agregado, de radio Carve. Escribe artículos para la revista de la Asociación Rural y se desempeña como productora del programada #HablemosdeAgro, que se emite los domingos en Canal 10.

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