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Una vida para escribir un manual de supervivencia

Tropero, ayudante químico, albañil, criador de cuanto bicho se le presentara... algo de Fernando Ospitaleche

Fernando Ospitaleche Suárez tiene 53 años y una historia muy larga y de supervivencia, podría decirse.

Fernando Ospitaleche Suárez tiene 53 años y una historia muy larga y de supervivencia, podría decirse. Hizo lo que estuvo en sus manos para salir adelante. Fue tropero, albañil, ayudante de químico, crió y cuidó perros, vendió caballos y puedo seguir contando hasta terminar la página. Se recorrió el mundo entero y durmió en los bancos de la terminal de ómnibus. Conoció Dubai, Eslovaquia, Inglaterra, Sudáfrica, Hungría... e hizo dedo para llegar a Punta del Este. Por eso, repito, su historia es larga; acá va una parte de ella.

Es olimareño, siempre tuvo una pata en el campo y otra en la ciudad. Vivía en Paso Ancho, al lado del pueblo e iba al campo de sus tíos, en Cuchilla de Dionisio. Se casó en 1992 con una señora “bien guapa”, Andrea Molles, que es profesora de inglés. Tienen dos hijos: Ignacio y Josefina; y un nieto Baltazar de 7 años, que según su abuelo “es un crack”.

Su padre trabajó de tropero en las estancias y también tuvo un boliche en Treinta y Tres. “Mi padre fue medio bohemio... vivió su vida. Lo mejor que me dejó fue que yo pude hacer muchas de las cosas que él no pudo. Esa fue mi gran lección”, señaló. Su madre crió a los tres hijos como pudo; con mil sacrificios. Vendía ropa en la feria y en su casa, en donde tenía instalado un almacén. “Mamá era una tigra. Nos dio todo y no tenía nada”, relató.

Cuando tenía 13 o 14 años trabajaba en locales feria de la vuelta del pueblo con Pintos y Strauch, una firma que ya no existe. También tropeaba ganado para San Pedro de Cebollatí, una estancia al lado de Retamosa. Hizo dos años la escuela en Montevideo porque su madre se enfermó y él quedó a cargo de una tía, Zulema, quien lo hizo descubrir un mundo desconocido.

Esos año los repitió porque era un salón con 50 niños, cuando él estaba acostumbrado a no más de 15 o 20 compañeros en toda la escuela. “Andaba perdido, pero cuando volví al pueblo sabía más que la directora”, dijo riendo.

También fue a la UTU, pero confesó que nunca fue bueno para los estudios, aunque sí para hacer amistades. “Repetí como tres veces cuarto, por lo que fui compañero de clases de medio pueblo”, señaló no muy serio.

Hace muchos años atrás, cuando aún no tenía la mayoría de edad, trabajó de peón unos ocho meses y ganaba 11 pesos por mes. Dejó ese trabajo y se fue a Punta del Este a trabajar en la construcción cuando era el “boom” de la ciudad. “En un mes hice 600 pesos y no sabía qué hacer con la plata. Trabajé como albañil, pero no tenía ni idea cómo agarrar una pala ni cómo hacer el pórtland, pero me fue bastante bien; hice unos buenos pesos”, recordó.

A está altura de la vida, él tenía 17 años. Llegó a Punta del Este en invierno y con lo puesto; haciendo dedo y caminando. Durmió en la obra, en la terminal de ómnibus y más de una noche no tuvo lo que cenar. Terminó siendo el barman en la obra, “pero no el barman que muestran en la televisión”, aclaró. Era quien alcanzaba las copas en La Marea, un restaurante que todavía existe en la zona del puerto. Allí cumplió sus 18 años. Terminó la zafra y no quedaba nadie, por lo que se fue a Montevideo a lo de su tía. Consiguió trabajo en Barreiro y Ramos, una librería. Trabajó una temporada, tres meses, mientras no había clase. En su pasaje por la UTU estudió electricidad, pero “no sabía más que cambiar una bombita”. Sin embargo, lo tomaron como ayudante de electricista para armar las conexiones de las computadoras de una fábrica, en la que permaneció cuatro o cinco años.

“El encargado me decía ‘canario’ acá va a ser la oportunidad de tu vida. Si ven todo lo que haces te va ir bien. Me maté trabajando. Llegué a ser ayudante de ingeniero químico. Me fue buenazo, pero había que usar la careta para trabajar con químicos pero yo, de canario, no me la ponía y me agarré una cosa en los pulmones que no pude trabajar más porque me daba alergia. Entonces me fui a trabajar en una empresa que vendía calefones”, relató. “Si me pagaban un sueldo y me daban algo para manejar yo era feliz, porque nunca habíamos tenido un auto. Estuve en ese lugar un año y me dio para sacar la libreta”, dijo.

En sus días libres atendía una pequeña ferretería que había armado en el garaje de un familiar. Abría los sábados y los domingos, siendo la única ferretería disponible en la capital los fines de semana por lo que funcionaba muy bien. “Los fines de semana se me llenaba de gente, no me quedaba nada para vender, pero de lunes a viernes nada”, contó.

Un domingo a las 8 de la mañana había un perro Siberiano enfrente a la ferretería que había montado a una perra Policía y la dueña lo llamó para que le sacara al perro. Coincidentemente, a ese perro lo buscaban mediante el Gallito Luis, pero cuando llamó para devolverlo le dijeron que se lo quedara. A los 60 días la perra parió; tuvo varios cachorros y se los regalaron. Recordó que eran casi todos de ojos celestes. “Por día hacía 2000 pesos en la ferretería y empecé a vender los perritos a 4000 pesos cada uno: el negocio era vender perros. Fui a Brasil y me compré dos perras”, contó.

Llegó a criar 900 Siberianos y tuvo varios de pedigree. Cerró la ferretería, abrió una tienda de mascotas y empezó a criar otras razas. Los últimos que tuvo fueron Golden, Labrador y Australian Cattle Dog. “Crié 3.506 perros y tengo a las 3.506 personas que me compraron anotadas. Sé quién tiene cada perro, desde hace 25 años”, recordó.

En estos tiempos, un señor, Carmelo Palermo, le dijo que tenía un terreno en Las Brujas para la venta. El espacio le venía muy bien para continuar con su negocio. Lo fue a ver y le dieron la opción de pagarlo en cuotas. El 26 de marzo de 1996 se mudó. Al tiempo se trajo a su padre de Treinta y Tres para que lo ayudara. Allí armó un pensionado de perros, un negocio que “anduvo muy bien”.

Un día fue a un remate y compró un par de Ponys, pese a que no tenía mucho terreno -eran 3000 metros-. “Siempre me encantaron. Hubo una liquidación de 50 Ponys en Cardona. Era la época de remate de miles de yeguarizos y el turno de los Ponys fue a la 1 de la mañana. A esas horas, solo quedaban los Ponys, el rematador y yo”, dijo. Se remataron a 20 dólares cada Pony y los compró todos, pero no tenía donde meterlos por lo que, ese mismo día, los puso a la venta en el Gallito Luis, porque eran tan chicos de tamaño que no llegaban a ser Ponys: “era lo que la gente quería. Repartí Pony para todito el Uruguay”, recordó.

De los Ponys pasó a los caballos Árabes. En esa misma feria compró una yegua Árabe de pedigree y la llevó a Zapicán, a lo de un amigo. Así empezó su historia con los caballos. Los vendía en la tienda de mascotas por catálogo con fotos. La gente los miraba, si les gustaban los llevaba a probarlos y los vendía. Después quiso empezar a correr enduros, pero “soy pesado para correr y no pude…”. “Mi hijo Ignacio vivía en Montevideo, pero un día agarró un petiso y le encantó. Nos prestaron un caballo para correr en el Carrasco Polo y ganó. Tenía 8 años. Llegó a ser campeón del mundo en Argentina en 2006”, contó.

Y así fue transcurriendo su vida, una cosa seguía a la otra y mucha gente le dio una mano para seguir caminando. “No es ayuda económica, es que te den para adelante, que te enseñen las cosas”, dijo.

Hizo muchos y muy buenos negocios vendiendo caballos. Un día le vendió dos caballos a un árabe, pero uno de ellos murió la noche anterior. “Lo llamó llorando a contarle que se murió. Me dijo que lo cambiara por otro… a los 15 días corrí con un caballo nuevo que había comprado y le gané a una de las mejores yeguas de Uruguay. Lo llamé al árabe y le regalé ese caballo para compensarlo. A los días me regala 25 mil dólares. Yo no podía creer: ‘esto fue por el regalo que me hizo’, me dijo”, contó emocionado.

ARRIBA. Fernando junto a su hijo Ignacio en Dubai. ABAJO. Junto a su nieto, Baltazar, y Sheik Mohamed, el dueño de Dubai, quien los invitó a su casa.

Con esa plata y algunos ahorros se compró un campito y empezó a hacer una casa. Llegó a vender 105 caballos a los árabes.

Tres años atrás su hijo trabajaba en Dubai, pero el jeque decidió cerrar los establos y el negocio se vino a pique. “Nosotros vivíamos de eso, pero le busqué la vuelta... Me puso a criar caballos Árabes; llegamos a tener más de 500 de pedigree. Todavía tenemos algunos y los entrena mi hijo. Pero me gustó el tema de las llamas y las alpacas, era criar algo distinto, que no lo hicieran todos”, señaló.

Además de las llamas y alpacas, tiene otros animales como burros, Ponys, mini Ponys, ovejas Karakul y ovejas Criollas.

Fernando junto a su hijo Ignacio en Dubai.

Negocios de hoy: llamas, alpacas y un hostal

Cuando el negocio de los caballos Árabes empezó a flanquear, Ospitaleche buscó otra alternativa: criar llamas y alpacas. Había un señor, Lousteau de apellido, que en 2003 había traído alpacas, pero no las vendía. “Después que lo había llamado unas 200 veces y muchas no me atendió, un buen día me dijo que me las vendía todas pero era mucha plata. Vendí el terreno de apuro y compré 60 alpacas. Me la jugué”, contó.

Fue a la Expo Prado y a varios lugares para darse a conocer. Importó otras 40 llamas y hoy este es el fuerte de su negocio. Hoy tiene 50 alpacas y 48 llamas, son dos o tres machos y el resto son hembras.

Muchos productores compran llamas para cuidar de las ovejas, dado que son utilizadas como guardianas de rebaños desde hace décadas. Como positivo, las llamas no necesitan de entrenamiento y, además, la alimentación y la sanidad es igual a la del ovino.

Las alpacas, por su parte, se venden como animales domésticos. Su lana es muy cara, pagan 100 dólares por kilo, por lo que están intentando asociarse con una hiladora para vender prendas.

Hace unos años compró una casa al lado la suya y la recicló. Hoy en día funciona como hostal, Lo de la Nana, y anda muy bien, se alquila los fines de semana o por día.

Nana Canessa era una señora que murió de alzheimer a los 80 años e hizo mucho por Las Brujas y su gente, de ahí el nombre del lugar.

“Le pongo todo el bichaje en la vuelta y queda muy pintoresco. Te levantas y ves las llamas, las alpacas, los caballos, los burros...”, señaló.

Este es, al momento, su último negocio, pero confiamos en que algo más va a inventar, porque ese es su espíritu.

Es Licenciada en Comunicación, egresada de la Universidad ORT en 2017. Trabaja en Rurales El País, sección a la que ingresó en agosto de 2020. Antes fue periodista agropecuaria en El Observador y productora en el programa radial Valor Agregado, de radio Carve. Escribe artículos para la revista de la Asociación Rural y se desempeña como productora del programada #HablemosdeAgro, que se emite los domingos en Canal 10.

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