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Un ceibo blanco

 

En mi casa en campaña, antiguamente se plantaba un par de ceibos colorados a cada lado de las “picadas” o pasadas de los arroyos para marcarlos. Si uno sale al campo se encuentra con varios de éstos.

Solamente en el cerro, de quien toma el nombre el establecimiento, hay un ceibo blanco. A su lado descansa mi abuela.

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Milagros Herrera.

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Mientras escribo estas palabras me llega su olor fresco a colonia inglesa. Con él, una caricia, una palabra siempre de cariño, e inevitablemente se me llenan los ojos de lagrimas.

No dejo de extrañarla ni un día, fue tanto lo que me dio, que en algún momento algo la trae siempre de vuelta.

Si es en campaña muchísimo más. Sabía y me enseñaba el nombre de cada pájaro, y podía describir sus características hasta convertirlo en el pájaro más lindo del mundo, nunca visto.

Esa seguramente era, entre miles, una de sus mejores virtudes. Todo era lindo, todo tenía su parte buena, y sobre todo, todo le generaba asombro y entusiasmo. Sabía disfrutar. Será por eso que vivió hasta los 93 años...

Nunca dejó de impresionarme. Muy chicos nos llevaba a campaña cuando todavía no había luz, lejos de quejarse se levantaba muy temprano incluso en el crudo invierno y se daba un baño de agua fría, decía que era sano. Después, desayunaba largo rato mirando lejos, mirando y admirando todo, siempre dispuesta a contar sobre los tiempos de antes, de cuando salía a caballo a recorrer en mañanas tan frías que, según sus relatos, se le congelaban tanto los oídos que fue perdiendo este sentido.

O cuando en la estancia vieja había un capataz de patio, de campo, de quinta y de parque. Recorría en sus recuerdos cada rincón de aquel parque y lo recorríamos con ella a través de sus palabras, cada árbol, cada planta, cada color y olor, paso a paso, palabra a palabra nos trasportaba en la distancia y en el tiempo.

Para ella no había clima feo, si había tormenta, se sentaba como si estuviera por empezar la obra de teatro más espectacular del mundo a esperarla y nos enseñaba a oler su cercanía.

Si llovía, hablaba sobre cómo el pasto se iba a alimentar, y cómo, cuando parara la lluvia, todo iba a estar más verde, más limpio.

Por supuesto que en días de cielo azul despejado, los adjetivos eran interminables, casi tanto como cuando veía un zorro, zorrillo, mulita o venado. Cada animal silvestre que podía aparecer era casi como si lo estuviera viendo por primera vez, el asombro era enorme y con él la reflexión: “¿se dan cuenta lo afortunados que somos de ver un venado así? Estas cosas hay que agradecerlas y cuidarlas”.

Hasta donde van mis primeros recuerdos ya no salía al campo de a caballo, caminaba y mucho. También era muy buena nadadora. Así, unas vacaciones de verano nos llevó hasta al arroyo a enseñarnos a nadar, ella adelante dando largas brazadas y mi hermano y yo atrás, cada tanto desaparecía bajo la rama de algún árbol que atravesaba el curso del agua y aparecía del otro lado, atrás nosotros imitándola como si fuera un carpincho y sus cachorros.

Fue tantas cosas… Gran cocinera, dándole a la cocina y al almuerzo un lugar importantísmo, que con el tiempo aprendí, era una más de sus maneras de disfrutar compartiendo, de hacernos sentir que a través de una receta y su larga elaboración estaba las ganas del encuentro.

Fue pintora y talladora de madera, siempre honrando nuestros paisajes rurales y recreando animales autóctonos, a todos. Una vez más nos regaló sus obras, no podía con su condición de dar, alcanzaba que uno al llegar le comentara: “¡qué lindo buzo!” para que se lo sacara y dijera: “probátelo”. Y una vez puesto: “es tuyo, te queda mucho mejor que a mí”.

Los años fueron estrechando aún más nuestro vinculo, llegó la etapa donde me contó las otras partes de su vida, las difíciles, amargas, solitarias e injustas. Allí nos emparejamos y nos convertimos en mucho más. Y más me impresionó su actitud ante la vida.

Eterna cómplice, compresiva, nunca juzgaba, aún ante mis cuentos de juventud más irresponsable o más bien inconsciente, el consejo corto, justo y sin adornos llegaba en el momento adecuado, porque la tranquilidad era también una de sus características, no era pasividad, era la paz interior del que vivió y aprendió.

Seguramente muchos estarán pensando en una viejita chiquita, de lentes y con "arrugas en las arrugas", diría Landriscina, pero no, siempre vestía vaqueros, camisa, con algún collar o pulsera trenzada en tiento, ese era su atuendo más normal.

Sabía disfrutar de todos los momentos, hasta en su última mudanza con mas de 80 años, cuando la fui a ayudar, entré y me encontré con muchas cajas de madera repletas de sus cosas, ningún mueble; e hincada cerca de la estufa estaba ella, picando en una tabla un chorizo que había hecho en el fuego y tomando un vasito de vino. Me miró, sonrió y dijo: “solo espero que me vengan a buscar las cosas”. Es que era joven. Dentro suyo nunca envejeció.

Ya en los últimos años, decidió a aprender a manejar el facebook, con algún error que quedó en el anecdotario familiar. Logró publicar, compartir e incluso contactarse con sus familiares más lejanos en Rosario, Argentina. Volviendo a romper la imagen de abuelita tierna y pendiente de sus nietos, recuerdo una vez que le escribí a través de esa red social preguntándole su opinión sobre lo que me había puesto de ropa, al instante me respondió que terminaba su partida de candy crash y me contestaba.

Tuve la fortuna que mis hijos la conocieran y valoraran, que oyeran sus cuentos, y captaran su espíritu. Tuve la fortuna de verla disfrutar a ella de los logros de mis hijos.

Los últimos meses de vida, los pasamos muy juntas, no nos quedó nada que decirnos y nos quedó todo el amor que nos teníamos. Ella se fue a donde pidió quedar. Yo me quedé con su imagen inspiradora de disfrutar la vida.

Hay muchas abuelas, como muchos ceibos colorados hay en las picadas, la mía era un ceibo blanco.

Pablo Mestre
Pablo Mestre

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