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Simples cosas de campo

Hace unos pocos días recorriendo el campo, topamos con 3 chanchos jabalíes.

Pasó lo que se supone tiene que pasar cuando uno está en campaña. Simplemente los cazamos.

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Milagros Herrera. 

Era media mañana, ya habíamos troteado bastante, apartado algunas vacas en un potrero del fondo, y ya volviendo solo quedaba sacar algunos animales más de la pradera.

Ni bien entramos Luis uno de los peones, comentó extrañado sobre todo por la mansedumbre si lo que se veía más arriba contra la línea de alambrado opuesto era posible sean jabalís. Y si, lo eran.

Llamamos los perros casi en secreto para que no los corran, clásicas voces de: “atrás… atrás le dije… corbata, tigre, forastero, timba… atrás” sonaron como un murmullo y los perros fueron viniendo atrás de las patas de los caballos como si tuvieran una línea invisible e imposible de cruzar. Nosotros acomodamos recados y el capataz sugirió dar toda vuelta por contra el alambre para evitar que los jabalíes dispararan cruzando la línea del alambrado que tenían cerca hacia un campo muy sucio.

Así lo hicimos, en silencio absoluto, con los caballos trotando suave y las cabezas galopeando fuerte llegamos tan cerca como nos fue posible.

Fue todo uno, los binomios hombres-caballos y la complicidad hombres-perros funcionaron a la perfección.

En un segundo la explosión del galope a mas no dar, las voces de “¡agarre,agarre!”,  los semi ladridos contenidos de los perros corriendo hacia su objetivo dieron rápidamente el resultado esperado. Agarraron a dos de los jabalíes en la pradera abierta. Sin demora ni duda fueron degollados, porque no se trata de “judear” los animales, ni dejar que se lastimen los perros, es simple.

El tercer jabalí pasó por delante de mí a toda carrera y se tiró nunca mejor dicho, “a lo chancho por el alambre”. Otra vez llamando a los perros fuimos cruzando la portera a galope tendido hasta llegar a una cañada bastante sucia de pajonales. Allí nos separamos, uno más arriba, yo al medio y uno más abajo, los perros buscaban al igual que nosotros revolviendo las pajas. En un momento de oye el primer ladrido, lo encontraron. La escena se repite, los perros lo agarran, uno baja y lo mata.

Dejamos los 3 jabalíes juntos para buscarlos más tarde. El trabajo no había terminado. Hombres y perros juntamos ganado, apartamos, y al tranco nos volvimos a las casas recordando cacerías de otros tiempos y anécdotas de perros.

Llegamos a las casas y sin tiempo de almorzar fueron a buscar los jabalíes en el tractor con zorra, los limpiaron y carnearon, pocos minutos después ya estábamos todos de acaballo de nuevo para seguir trabajando. Es invierno y no hay siesta.

En la noche pensé en compartir alguna fotografía en las redes sociales, de los perros, de mi hijo a galope tendido tras los chanchos o de la carneada. Lo comenté entre la gente de casa, rápida y categóricamente surgieron críticas diciendo que era un disparate, que me iba a meter en un problema.

Me costó y aun me cuesta entenderlo. ¿Por qué algo tan simple como cazar 3 animales no autóctonos, considerados como plaga legalmente y que causan tanto daño que obliga a tomar por ejemplo la decisión de dejar de criar ovinos a un productor que vive de eso, genera tanta polémica? Si no es mentira, es verdad.

¿Por qué la imagen de alegría de los muchachos carneando y pensando en la carne que llevan a su casa para compartir con la familia, puede estar mal considerada? Si no es mentira, es verdad.

¿Por qué algo tan simple, una cosa de campo, tiene que convertirse en algo rebuscado? Si no es mentira, es verdad.

¿Será que es cierto que estamos ante una generación emocionalmente más débil donde todo debe ser suavizado? ¿Por qué todo es ofensivo, incluida la verdad?

Suena como si transformar la forma de los alimentos que provienen de los animales, procesarlos y envasarlos en llamativos paquetes con frases como: “El vacuno contento”, nos hiciera más dignos a la hora de digerirlos.

¿Dónde quedó el orgullo por producir de conseguir lo propio y no depender de nadie para ello? Eso existió.

En ese mismo viaje a Cerro Colorado, aproveché el tiempo para visitar a Don Alberto Rodríguez. Hablamos de su vida y a sus 95 años recuerda cómo cuando era niño, lo único que se compraba en su casa era azúcar, yerba y sal, llevaban hasta el maíz y el trigo que sembraban y cosechaban a las tahonas para traer gofio y harina. “El resto lo hacíamos nosotros mija”, dice levantando la voz y con un gesto como queriendo decir: “pá que tengo estas dos manos”.

¿Será que ya no vale sentirse orgulloso del trabajo, esfuerzo y sacrificio de nosotros mismos si alguien no lo mide solo en dinero?

O peor aún, tal vez ni siquiera expresarlo. Algo pasó donde palabras como Estancia que simplemente proviene de hacer “estar” el ganado, de transformarlo en “estante” (doméstico) por mantenerlo en un lugar, se convirtió casi en una “mala palabra” y la sustituimos por establecimiento. El lugar donde se esforzaron, se sacrificaron, comprometieron muchos y no solo patrones de las estancias, sino aquellos peones, capataces, troperos, domadores, zafreros, jornaleros y miles de oficios más que crearon los motores del país, tuvo que cambiar de nombre.

Cada vez se escucha menos, “me voy a la estancia” o “yo trabajo en tal estancia”. Antes era una presentación, y se decía con tono fuerte de quien está orgulloso del trabajo que hace y de los resultados que se obtienen, de quien sufre cuando viene un temporal o una seca a amenazar los logros de todos, o de quien, cuando un jabalí hizo destrozos en la majada tirando por tierra en una noche tanto, lo caza… de quien conoce que son: simples cosas de campo.

Pablo Mestre
Pablo Mestre

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