Por el Ing. Agr. Nicolás Lussich.
Parecen mundos aparte, pero conviven en la misma economía. Los taxis de Montevideo y las cosechadoras que trabajan en la agricultura son ejemplos contrastantes de cómo los negocios se desempeñan en forma muy diferente en mercados regulados y en mercados abiertos. Y permiten entender parte de los problemas que enfrenta el Uruguay en general y el campo en particular.
En un mercado libre y abierto, el costo de producción tiende a equipararse al precio de venta. Es el caso de los agronegocios del Uruguay, que tienen un perfil netamente exportador y compiten en el mercado global, abierto a la demanda y la oferta de miles de consumidores y productores en todo el mundo.
Así, un aumento de precios es la señal para los productores de que aumenten la producción: se ponen manos a la obra, contratan, compran maquinarias e insumos, etc.; esto aumenta los costos (por mayor demanda de los mismos), la producción sube y -lógicamente- los precios ajustan a la baja. La soja es un ejemplo claro: la demanda china impulsó al alza el precio, que fue la señal para producir más en todo el mundo; eso, a su vez, sube los costos (renta de la tierra, insumos, servicios), mientras la producción sube ante la señal del precio. El mercado se recompone con la mayor oferta y los precios bajan. Precio y costo confluyen, los márgenes se estrechan. Es por esta dinámica que el agro trabaja, habitualmente, con márgenes chicos y pelea dólar por dólar.
Mientras, en Montevideo, el mercado del transporte por taxímetros está regulado: las tarifas las fija el gobierno y el ingreso al mismo es limitado, pues la Intendencia otorga un número acotado de permisos; de tal manera que una “chapa” (permiso) de taxi llegó a valer más de US$ 100.000, en tiempos en que la demanda era firme y la oferta (número de taxis) estaba limitada (con ese dinero se pueden comprar un par de tractores de buena potencia). Pero llegó Uber y pateó el tablero: ingresaron a ese mercado centenares de nuevos oferentes del servicio, a precios competitivos. Los taxistas vieron en carne propia lo que es el funcionamiento de un mercado abierto, algo con lo que los productores rurales conviven todos los días. Se llegó a un número de más de 4.000 mil nuevos coches de Uber y otras aplicaciones, cuando los taxis no son más de 3.000. Semejante sacudón generó reacciones de todo tipo y la regulación avanzó: se impuso a Uber un canon (algo razonable), se formalizaron los choferes… y se suspendió el ingreso de nuevos autos al servicio. La barrera a la entrada se colocó otra vez, en este caso promovida por los propios choferes de Uber, que una vez dentro del mercado defienden su chacra. ¿Se imaginan a los productores sojeros pidiendo que nadie más plante soja, en ningún lugar del mundo?
No se trata de una reivindicación inocente del libre mercado: el agro también tiene sus barreras al momento de entrar al negocio: se requiere capital, conocimiento, experiencia. En la producción hortifrutícola hay barreras específicas a la importación. Pero -en general- es un sector mucho más abierto que varios sectores de servicios. Porque el taxi es solo un ejemplo notorio de otros tantos servicios regulados, como el resto del transporte urbano, muchos servicios profesionales y -ni hablar- los monopolios estatales, en particular ANCAP. Por ser mercados regulados y de oferta restringida, tienden a tener rentas extraordinarias (si son mínimamente eficientes) y tienden a trasladar costos al resto de la economía. Siempre que se imponen barreras a la entrada a un mercado (por ejemplo vía regulaciones), se generan ganancias extraordinarias para los que están en él… y costos extraordinarios para los que están fuera. Claro que hay grados: hoy los trabajadores del taxi (y de Uber) están penando por llegar a $ 30.000 mensuales, laburando 12 horas diarias. Los trabajadores de ANCAP se movilizan para mantener ineficiencias que paga el resto de la sociedad. Y por si fuera poco, paran.
A esta altura, el lector habrá percibido en forma clara que los sectores regulados están principalmente vinculados al mercado interno, son locales, mientras los agronegocios (y otros sectores como el turismo) compiten en un mercado global. Así, no se trata de oponer campo y ciudad, o mercado interno y exportación; en todos esos lugares o ámbitos se puede generar valor; lo que existen son contrastes entre mercados abiertos y regulados. Los que trabajan en los primeros, tienden a ser más eficientes y generan valor para la sociedad, los segundos tienden a tener mayores costos, buena parte de lo cual paga el resto de los ciudadanos. Las regulaciones pueden ser necesarias, pero no se puede perder de vista esta diferencia sustancial.
Cuando a la agricultura y otros sectores exportadores les fue bien, el Estado expandió su gasto en paralelo, sin freno, asumiendo que la expansión no tenía vuelta atrás. Ahora los márgenes de los sectores en competencia están flacos o en rojo, pero el gasto sigue alto y -además- los sectores regulados (combustibles, transporte) descargan toda su presión de costos sobre los primeros. Esta situación en la que los sectores que compiten con el exterior cargan con sobrecostos internos, es una de las causas de la falta de competitividad y se traduce en atraso cambiario.