Ninguna persona con un mínimo de curiosidad y conocimiento de la fórmula por la que los países se han desarrollado, puede entender que Uruguay haya decidido tozudamente mantenerse en el tercer mundo.
Su orografía suavemente ondulada, su cultura, su gente alfabetizada, su escasa corrupción, su pequeña población y ninguno de los otros premios obtenidos en el sorteo de la naturaleza, combinan con un país “tan chatito y tan perdido, que en el mapa no se ve”.
Una explicación “facilonga” es señalar a la política como la causa. El problema con este diagnóstico es que, un país que depende en forma lineal de lo que los políticos realicen, tiene un problema anterior mucho más grave. Sería una constatación flagrante que la energía que mueve a esa sociedad no son los privados realizando sus sueños sino el estado organizando la felicidad de sus ciudadanos. En segundo término los políticos son el producto de las preferencias de sus votantes, por lo que siempre deberemos buscar allí a la madre del borrego.
Basado únicamente en las millas de vida que tengo acumuladas en este lindo país, tengo la impresión que entre los extremos electorales que se le ofrecen al ciudadano, existe un conjunto intersección enorme.
Salvo por la aparición del plebiscito de la seguridad social, que define si somos americanos o africanos, los programas de gobierno en general y las acciones de gobierno en particular tornan muy similares a izquierdistas y derechistas. Los políticos piensan aproximadamente lo mismo sobre los problemas y sus soluciones, sobre todo si el liberalismo no está en el menú electoral.
La verdadera divisoria de aguas son las presunciones morales principalmente de la izquierda sobre sus adversarios. Mi experiencia en las tertulias y debates me han dejado claro que dos personas no habrán de ponerse de acuerdo en nada si una piensa que la otra es mala gente.
Si los de izquierda son los que realmente tienen la sensibilidad frente al sufrimiento ajeno mientras que a los de “derecha” solo les interesa sacarle a los pobres lo poquito que tienen para repartirlo entre sus amigos, los acuerdos se vuelven imposibles.
Cada acción de gobierno por indiscutible que sea, esconde un puñal debajo del poncho aunque el puñal no se haya visto, y está visto por la oposición como al servicio de la secta satánica que necesita la infelicidad ajena para lograr cierta satisfacción.
Esta forma de ver el mundo, es el hijo único de la lucha de clases del explotador y el explotado y de la que nos resulta imposible desprendernos. Esta corriente moral tiene en Uruguay una institucionalidad, feligresía y apostolado como en ningún otro lugar del mundo y tiene su Vaticano en el PIT-CNT.
Las personas no son diferentes en sus intenciones, solo difieren en las herramientas que consideran eficientes para lograr el mismo objetivo.
Las propuestas de los candidatos contienen un diagnóstico en común sobre aquellos problemas que merecen una política de estado, sin embargo, la experiencia desmiente alguna consecuencia práctica de cualquier coincidencia conceptual y sólo se me ocurre explicarlo por la convicción de las partes sobre las malas intenciones del otro y así el palo en la rueda, pasa a ser el deporte nacional.
Es difícil ser optimista bajo esta arquitectura moral y menos aún sabiendo que el gen de la desconfianza se impregna en el ADN de los uruguayos en una escuela, que sigue siendo gratuita, pero hace décadas que no es laica.